173.- El llamado principio de progresividad en relación con la cláusula del progreso - RJCornaglia

Vaya al Contenido
 
Publicado en el Tomo de Ponencias de la XV Conferencia Nacional de Abogados. La abogacía rumbo al 2010: Balance al siglo XX. Perspectivas del XXI. En homenaje al Dr. Guillermo Oscar Nano. Organizada por la Federación Argentina de Colegios de Abogados y Colegio de Abogados y Procuradores de Salta, celebrado los día 20 y 21 de septiembre de 2007 en la ciudad de Salta del Valle de Lerma. También en la revista Derecho del Trabajo Online del 23 de enero de 2008.
 
 
 
EL LLAMADO PRINCIPIO DE PROGRESIVIDAD EN RELACION CON LA CLÁUSULA DEL PROGRESO.
 
 
                                   Por Ricardo J. Cornaglia.[1]
 
 
Sumario.-
 
1.- EL PROGRESO COMO TIMONEL DE LA HISTORIA.
 
2.- EL CUESTIONAMIENTO DEL PROGRESO Y LA APARICIÓN DEL CONTRATO DE TRABAJO EN EL SABER JURÍDICO.
 
3.- LA CONCIENCIA CRITICA DEL PROGRESO Y EL PRINCIPIO JURÍDICO QUE LO LIMITA.
 
4.- LA  FETICHIZACION DEL PROGRESO.
 
5.- EL RELATIVISMO EN TORNO A LO POSITIVO DEL PROGRESO.
 
6.- LA AFIRMACIÓN DEL PRINCIPIO DE PROGRESIVIDAD EN LA JURISPRUDENCIA DE LA CORTE.
 
7.- EL SENTIDO DEL LLAMADO PRINCIPIO DE PROGRESIVIDAD EN LA ERA DE LA GLOBALIZACIÓN.
 
----
 
 
1.- EL PROGRESO COMO TIMONEL DE LA HISTORIA.
 
 
Enseñaba Alfredo Palacios, que en la antigüedad no se creía en el progreso. Que para esa cultura era un valor entendido que la edad de oro estaba en los tiempos primitivos.
 
Escribió: "Los hombres tenían una obscura intuición del curso siempre igual de los fenómenos cósmicos, que se representaban como movimientos cíclicos, como un retorno eternamente reiterado a los comienzos. Se cita esta frase de Aristóteles: Todo es movimiento cíclico: Las edades humanas, los gobiernos, la tierra misma que tiene su floración y su faunación. Sin embargo, algunos autores afirman que el Estagirita, aún a través del eterno retorno, reabre una posibilidad de progreso indeterminado, sustituyendo así por la figura abierta de la espiral de Goethe, aquella del círculo que vuelve sobre sí en el mismo plano. Pero es verdad que Aristóteles no conoce el valor de la idea historicista".[2]
    En sus clases de política económica del doctorado de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata, aprendí que  el mundo de la modernidad se basó en la ciencia y la tecnología aplicadas en función y para beneficio de la burguesía, especialmente industrial. Que el tránsito hacia el industrialismo quedó identificado con el progreso.
 
Ahora, en la era de la post modernidad, nos vemos obligados a revisar con pensamiento crítico lo aprendido.
 
   Todo la carga cultural del modernismo, se vio acuñada a partir de la comprensión del rol de la burguesía en la sociedad industrial y capitalista.
 
   La libertad de contratación como conquista superadora del orden estatutario anterior, estaba justificada en la idea del progreso. Se retro alimentaba con ella.
 
   En términos filosóficos aparece con el iluminismo y el racionalismo a mediados del siglo XIX y es tomada de esa fuente por la ciencia económica, como instrumento revolucionario para el cambio, propio del liberalismo en auge.
 
   El iluminismo y el racionalismo asignaron al progreso el rol de constituirse en el motor y timonel de la historia.
 
    El iluminismo se inspiró en una fe infinita en las potencialidades intelectivas del hombre. Puso al futuro en manos del individuo, arrebatándoselo a Dios. Para ello hizo del súbdito, un ciudadano. Se apoyó en un orden racional y secular.  
 
    Kant,  ante los alcances del pensamiento de Newton, dice : “el intelectual dicta leyes a la naturaleza” y hace del progreso un postulado de la conciencia moral, sosteniendo que el hombre y la humanidad misma deben obrar para que el futuro devenga mejor. Por su parte el buen Turgot,  afirmaba  que la perfectibilidad del hombre se proyectaba en forma indefinida.
 
    Ya en el siglo XVIII, el filósofo escocés Frances Hutcheson había teorizado sobre el sentido histórico del progreso, sosteniendo que la historia vincula a todas las comunidades humanas, las que a través del tiempo, avanzan hacia una comunidad que culmina en el imperio. Partía de la sociabilidad innata del hombre y la asociaba con su humanidad y beneficencia.
 
Sus ideas influyeron en David Hume y Adam Smith, aunque éstos si bien atribuyeron a la historia el sentido de progreso, ya no fueron categóricos en adjudicar a la humanidad un destino ideal, revisando a Turgot, del cual Smith era gran admirador.
 
    También Juan Jacobo Rousseau, advirtió contra el optimismo desenfrenado sobre el progreso, en su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres.
 
Pero lo cierto es que  el racionalismo encontró en el progreso la justificación del quehacer histórico y fundó en el mismo el orden jurídico. La fe revolucionaria y laica que inspiró a los iluministas, se tradujo en una lúcida racionalidad que, a mérito de lo pensado en el siglo XVIII, trató de construir un orden de nacionalidades y derecho superador del absolutismo.
 
Pedro Leroux, con Raynaud emprendió la publicación de la Enciclopedia del siglo XIX, destinada especialmente a una exposición sistemática de la doctrina del progreso y a una labor de organización y de reconstrucción fundada en la tradición progresiva de la filosofía y de la Revolución Francesa. En su libro La Humanidad, llevó a cabo la demostración histórica y metafísica del progreso. El hombre vive en sociedad y en comunicación con sus semejantes, sobre la base de un sentimiento de simpatía imaginativa, anterior a toda lucha por la vida, y no vive sino en sociedad; esta sociedad es perfectible y el hombre se perfecciona en la sociedad perfeccionada. Siendo esto esencia de su ser.[3]
 
   El iluminismo explicó la sociedad a partir del progreso. Una palabra mágica que propone ordenarla para regir su existencia y termina siendo un principio constitucional de los Estados de derecho.
 
   Agotado el siglo de las luces y ya en el siglo de la cuestión social, el poco recordado fundador rebelde del social cristianismo, Lamennais[4], todavía pivoteaba sobre el progreso, tornándolo en uno de los conceptos paradigmáticos de su influyente obra las “Palabras de un creyente”. Fue el obispo rojo de la Revolución de 1848, en quien se inspiró Esteban Echeverría, al punto de plagiarlo.[5]
 
   El Código o declaración de los principios que constituyen la creencia social de la República Argentina, su programa político, publicado en Montevideo a fines de 1838, resume el ideario de la Joven Argentina, que Echeverría fundara en 1837 y se apoya en las Palabras de un creyente y El libro del pueblo, obras del obispo excomulgado que tuvieron singular importancia. Lamennais, desarrolló quince anatemas, que comenzaban con las palabras claves de la revolución francesa, libertad, igualdad y fraternidad, a las que sucesivamente sumó “asociación” y “progreso”.
 
Echeverría citó a Pascal en estos términos: “la humanidad es como un hombre que vive siempre, y progresa constantemente”, y sostuvo que todo lo que existe “se desarrolla y se manifiesta por una serie de generaciones continuas: esta ley de desarrollo se llama ley del progreso” Y también: “Todas las asociaciones humanas existen por el progreso y para el progreso, y la civilización misma no es otra casi en todo lo creado, que el testimonio indeleble del progreso humanitario”. Recogía el pensamiento de Saint- Simon y Leroux, y anticipaba a Spencer, que prefirió referirse a la evolución, en lugar del progreso. Sostenía: “La libertad no puede realizarse sino por medio de la igualdad, y esta última requiere el concurso de todas las fuerzas individuales hacia el “progreso continuo”, fórmula fundamental de la filosofía del siglo decimonono”.[6]
 
   Pero no se quedó Echeverría tan sólo con las recetas del iluminismo. Formado en la cultura francesa de la primera mitad del siglo XIX, no fue ajeno al romanticismo alemán, que propuso una revisión crítica del ilumnismo.
 
   El representante más conspicuo de esa revisión fue Herder, representando a los post kantianos y  fuente de los filósofos franceses de la reacción anti enciclopedista,  y mencionado reiteradas veces por muchos de los próceres de la Organización Nacional.  
 
     Una de las características del romanticismo filosófico alemán residió en la recreación de una nueva doctrina del progreso, sosteniendo que el progreso no se impone a la historia: se halla insito en ella. La Divinidad no es, deviene tanto en la naturaleza como en la historia. El fin del devenir creador es el advenimiento de la humanidad, pero la humanidad deviene, concretamente, mediante las naciones; humanidad inmanente a la nación, no trascendente a ella. E identificando a la humanidad en la Nación.
 
      A partir del pensamiento  de Herder, Savigni planteó la creación de la escuela histórica del derecho.
 
De la filosofía alemana del siglo XIX se extrae una nueva teoría del progreso, opuesta al iluminismo Y destaca Palacio que Coriolano Alberini sostuvo que quien no comprenda las profundas diferencias y semejanzas entre ambas concepciones del progreso no comprenderá la honda discrepancia filosófica entre Rivadavia y Echeverría. Este, -agrega-,trae una nueva manera de pensar: historicismo, que llena nuestra cultura hasta 1880, más o menos.”[7]
 
    Con esos fundamentos Echeverría construyó su pensamiento político sobre las nacionalidades, de imprescindible necesidad para su época, en la que la organización de la Nación Argentina, no dejaba de ser un proyecto, pensado por los hombres de la generación del 37, en línea con la Joven Europa, una logia y una corriente, que trataron de emular con la Joven Argentina, cuando los partidos de la restauración expresando los intereses de la Santa Alianza, obligaron allá como aquí, a operar en la ilegalidad a las oposiciones.
 
Pero no se trataba de cualquier progreso, el que Echeverría procuraba abrevando en Saint-Simon, Leroux, Fourier, Victor Hugo, Lamartine o Chautebriand y en Lammennais, en particular. Era un progreso que le haría sostener que:  “la industria que no tienda a emancipar a las masas, y elevarlas a la igualdad, sino a concentrar la riqueza en pocas manos, la abominamos. Para conseguir la realización completa de la igualdad de clases, y la emancipación de las masas, es necesario: “que todas la instituciones sociales se dirijan al fin de la mejora intelectual, física y moral, de la clase más numerosa y más pobre”.
 
           Esta es la ideología que impregna al “Dogma socialista”. Obra que con las “Bases” de Alberdi, terminó por ser una de las fuentes doctrinarias determinantes de la Constitución de 1853, pero a la que el discípulo no le dio el sentido que le daba el maestro, restándole el contenido crítico.
 
Desde la redacción de su “Fragmento preliminar al estudio del Derecho” (1837), Alberdi , hace un culto del orden absoluto a partir del progreso.            Sostiene “Progresar es civilizarse”. “La Europa es el centro de la civilización de los siglos y del progreso humanitario”. “Cuando la inteligencia americana se haya puesto al nivel de la inteligencia europea, brillará el sol de su completa emancipación”.... “El honor y sacrificio, móvil y norma de nuestra conducta social. “Sólo es acreedor a gloria el que trabaja por el progreso y bienestar de la humanidad”.”La libertad no se adquiere sino al precio de la sangre”. Promueve la Fusión de todas las doctrinas progresivas en un centro unitario y en consecuencia propone: “Organizar la asociación de modo que por una serie de progresos llegue a la igualdad y a la libertad, o sea a la democracia”. “El mundo de nuestra vida intelectual será a la vez nacional y humanitario: tendremos un ojo clavado en el progreso de las naciones y el otro en las entrañas de nuestra sociedad”.
 
      Lo cierto es que el progreso alberdiano se tornó en la clave de su entendimiento e hilo conductor para la interpretación del texto constitucional plasmado en 1853 a la luz de ese ideario. Al punto de constituirse para muchos el progreso en su fin por antonomasia. Para los intelectuales de la organización nacional, y la generación del 80, beneficiaria de la tarea cumplida, el sentido y fin de la historia pareció agotarse en el progreso.
 
    Alberdi abrevaba en el pensamiento social y económico de su admirada Europa imperante en su época.
 
    El clérigo Thomas Malthus, incursionando en la economía sentenció contra la fe racionalista en el progreso y el desarrollo de la economía a partir de la técnica, que la producción de alimentos no alcanzaba y que por lo tanto era necesario llevar a cabo el control demográfico por los gobiernos, para no permitir la procreación de los pobres, lo que implicaba en definitiva limitar el desarrollo del proletariado como clase que aspiraba al cambio, con el lógico peligro de la sociedad existente.
 
     Herber Spencer para 1851, doblando la apuesta, endiosa a la competencia, en función de la supervivencia del más apto, cortando el camino a la ayuda a los débiles.
 
    En 1852 Charles Darwin, en su trascendental obra “Del origen de las especies por medio de la selección natural”, les agradece a Malthus y Spencer esos criterios aportados, dando andamiaje desde las ciencias naturales con sus teorías, a una concepción de la economía supuestamente libre dominada por una burguesía en ascenso, cuyos representantes desembocaron en la eugenesia y el racismo.
 
      Alberdi sostenía “gobernar es poblar”, pero era categórico en sostener “poblar con europeos” y Sarmiento incitaba a “ser como Estados Unidos”, que era un “gajo del árbol europeo retoñando en el suelo de América”, por lo que era lógico que desde las ciencias antropológicas, vestido de la sabiduría de moda de la época, Ameghino concluyera al tiempo, “que la raza blanca era la superior de todas las humanas y que a ella le está reservado en el futuro el dominio del globo terrestre”. Ni el indio, ni el negro, eran blancos y la ciencia vino a asumir una negación de nuestro mestizaje y el etnocidio que se cumplió con el asesinato sistemático de las madres indios de los criollos.
 
     En ese contexto, la visión histórica del progreso evolutivo, fue la base del pensamiento de Comte y Spencer y ellos expresaron acabadamente en el período de florecimiento del capitalismo, la afirmación de su ideología, en la segunda mitad del siglo XIX. El positivismo en términos filosóficos sentó sus bases e influyó en el pensamiento de la clase política que redactó la Constitución de 1853, liberal, que puso fin al orden vetusto, arcaico y autocrático heredado de la colonia, pero nació con ese peligroso substrato apareciendo entre sus pliegues.  
 
      El progreso fluyó por los cauces del poder, servido para construir a partir de la concentración del capital y la empresa transnacional, una estructura social y económica que puso de rodillas a los políticos y a las naciones del tercer mundo. Aun las guerras se hicieron para servir a ese tipo de progreso. El complejo de la industria de guerra, afirmó su existencia y exterminó pueblos, para dar seguridad, pleno empleo y desarrollo a otros.
 
     La economía, como en otras oportunidades, se puso al servicio del poder. Y ese poder progresivo y avasallante, afirmado en un racionalismo social darwiniano, usó de la barbarie, la tortura y el genocidio hasta el hartazgo.
 
      Entre las víctimas estaban en primera línea los trabajadores. Primero los campesinos, luego los trabajadores de la industria.
 
     Si la ideología del progreso hoy está relativizada en el plano científico y filosófico, lo cierto es que en la organización social se afirmó férreamente y en la organización del trabajo se tornó en un paradigma.
 
      En lo político la Constitución de 1853,  se apoyó en la idea del progreso, que explica el preámbulo, siendo representativa de su momento histórico.
 
      El 28 de agosto de 1853, Urquiza  sanciona el decreto que consagra la libertad de navegación de los ríos, abriendo las puertas del país y en especial de las provincias del litoral, al comercio con Inglaterra, imperio de la época al que se identifica con el desarrollo, el progreso y la riqueza.
 
     Tres días más tarde, el  31 de agosto de 1853, se llevan a cabo las elecciones de convencionales para constituir a la Convención Constituyente  de Santa Fe. Participa una solo lista –la urquicista- y  atento a las abultadas cifras con las que se sostiene triunfa todo indica que el fraude las acompañó.
 
       En la ciudad de Buenos Aires, tan esquiva y taimada, el urquicismo usa al Club del Progreso, como su punto de reunión. [8]
 
    Quienes hicieron del progreso un nuevo y trascendental mito, pusieron de rodillas a la filosofía, rindiéndole pleitesía a las ciencias, para honrarlo mejor. Progreso y ciencia fueron asimilados.      El producto de todo ello, fue el capitalismo, que en un país como el nuestro fue el propio de un capitalismo dependiente, vinculado a una oligarquía vacuna y conservadora.
 
Hosbawn en uno de sus libros escribió, observando el período que llamó "La era del capital (1848-1875)”, "...podríamos afirmar sin demasiada exageración, que desde este punto de vista del progreso de la ciencia (refiriéndose a John Stuart Mill y Herbert Spencer), hizo de la filosofía algo redundante, excepto una especie de laboratorio intelectual auxiliar del científico".[9]
 
     Para Manuel García Morente, la creencia en la efectividad metafísica del progreso es consustancial con el alma del hombre moderno.
 
    Para este filósofo, que en 1932 escribía y disertaba sus "Ensayos sobre el progreso", el hombre de su presente, no sólo creía que la humanidad ha progresado, sino que seguiría progresando y aun más, aspiraba a que siguiera progresando, siendo ello una nota fundamental del ambiente de la modernidad.
 
 
2.- EL CUESTIONAMIENTO DEL PROGRESO Y LA APARICION DEL CONTRATO DE TRABAJO EN EL SABER JURÍDICO.
 
 
      Es hija entonces de la modernidad, la idea de que los cambios se suman, en un desarrollo histórico continuo, plasmado por medio de la libertad de contratación y de mercado, que en cuanto a la apropiación del trabajo, encontraba en la locación de servicios de los códigos napoleónicos, el suficiente instrumento jurídico, hasta que la cuestión social vino a reclamar la revisión del orden y el progreso alcanzado.  
 
       La validez universal de esos conceptos, que le otorgan un sentido a la historia, ha sido sin embargo cuestionada. Spengler y Lévi Strauss, desde ópticas muy diversas,  señalaron que la dupla modernidad-progreso, no constituían conceptos de validez universal, que hubieren operado en todo tiempo y lugar. Que constituyen categorías que  pertenecieron a la Europa de los siglos XVIII y XIX, siendo conceptos inaplicables a otras realidades sociales, en los que estos conceptos históricos no han guiado al desarrollo.
 
Lévi-Strauss  sin dejar de considerarse  progresista, negó al progreso como base del desarrollo histórico, pues sostuvo que no era cierto que cada generación conscientemente o no,  preparara la condiciones en que deberían vivir las subsiguientes. En su trabajo “Respuestas a algunas cuestiones” enfatizó: “... al fin de cuentas me es por entero indiferente el hecho de que el espíritu humano mejore o no .... Preferiría pensar que cada generación iniciaba su propio derrotero.”
 
     Hijo de la cuestión social, el contrato de trabajo, surgió instrumentalmente como un instituto limitante del abuso del poder del empleador en un sistema de relaciones individuales y colectivas inspirado en la idea del progreso. Limitante del poder del empleador de la era capitalista, como individuo y como clase social. Limitante del instrumento jurídico por excelencia propia del capitalismo: la libertad de contratación, exaltada en el artículo 14 de la Constitución Nacional y apoyada en el preámbulo, que mueve a alcanzar el bienestar general a partir del progreso.
 
      Fue el contrato de trabajo una consecuencia reguladora de la legitimación alcanzada por el empleador, en el tráfico apropiativo del trabajo de terceros dependientes en lo económico. Recién comenzó a esbozarse a fines del siglo XIX, trasegado por la cuestión social y sentó sus reales en los primeros años del XX, cuando a mérito de los contractualistas belgas y franceses y quienes los continuaron, se sienta la doctrina del riesgo profesional, para modificar la teoría general de la responsabilidad, atacando el principio milenario de que no podía existir responsabilidad sin culpa y pasa a ser intervenida la autonomía de las partes como fuente de las obligaciones contractuales, por el principio de indemnidad del trabajador, (principio general fundacional del derecho social).           
 
        No tenía razón Carnelutti cuando sostuvo que el contrato de trabajo era el principal contrato de la era moderna. Confundía al contrato de trabajo con la locación de servicios, al que éste venía a desplazar, revisando críticamente al instrumento de la modernidad, que había servido al capitalismo. Era el principal contrato de una era sin nombre todavía, crítica de la modernidad, inspirada en el socialismo, pero que no se atreve a plasmarlo sobre las cenizas del capitalismo que cuestiona y que algunos llaman por ahora, post modernidad.
 
       El contrato de trabajo es en la era actual, el medio por el cual el hombre socializa su capacidad creadora, poniendo modestos límites al poder apropiador, que la libertad de contratación instituyó en la materia. El vigor de su existencia depende de la aceptación que se lleve a cabo de la regla instrumental de derecho, que regule el principio general del progreso.
 
       El tráfico apropiativo del trabajo se hizo en el marco de una ideal marcha hacia el desarrollo, en la que todos avanzarían dejando atrás el atraso propio de las etapas históricas anteriores (el esclavismo, la servidumbre y el gremialismo medieval).
 
       Los poderosos en el burgo, heredaron políticamente al estado democrático y se hicieron capitalistas en términos de la nueva economía. Fue así que a partir de la libertad de contratación como pilar económico de la sociedad, se pararon como clase social en la cresta del poder. Construyeron y heredaron a la sociedad democrática, para hacer de ella su coto de caza.
 
       El progreso justificó lo que antes, encontraba su razón de ser en la revelación del mensaje divino. Y pese a su racionalidad agnóstica, paradójicamente no dejó de ser sacralizado.
 
      En nombre del progreso material se cometieron con muchos pueblos las más salvajes formas de explotación y se llegó hasta el genocidio. Como antes se lo había hecho a mérito del progreso espiritual, mediante el cristianismo, el islamismo u otras religiones.
 
       El saber jurídico rindió pleitesía a ese proceso de sacralización y vinculó la democracia, con la libertad de explotación del hombre.
 
     El saber económico supo hacer de todo ello un conjunto de valores en los que la vinculación con supuestos postulados inatacables, como el mercado y sus virtudes, acompañó un desarrollo histórico acelerado.
 
     Pero en el presente período histórico, el poder económico comenzó a concentrarse en términos financieros de tal manera, que en relación con el pasado los nuevos poderosos pueden, lo que antes nunca hubieron podido.
 
    Rendido el culto al progreso por las ciencias sociales y el derecho en particular,  necesario en función de los intereses de la ciudadanía democrática en su conquista de la libre contratación y construido el capitalismo en un protagonista determinante de la historia, resta advertir el rol de los trabajadores en esta etapa.
 
     Convidados de piedra en la estructura real de la sociedad libre (pero de la libre contratación a partir del estado de necesidad), reclaman del progreso una cuota que nadie puede negarles, sin afectar los derechos humanos de la mayoría. Y en la estructura del poder racionalizado de la democracia, se aspira a que las mayorías gobiernen.
 
      La ideología del progreso presupone que éste lleva al bien vivir y la felicidad de la humanidad.
 
Señala Sebreli, que el humanismo tal como lo concebimos es una forma de antropología filosófica que afirma el desarrollo histórico y la autonomía del hombre con respecto a toda entidad sobrehumana, sea ontológica, religiosa, social o política. Se vincula por lo tanto, con el conocimiento racional, la moral, laica y sistema político democrático que garantiza las libertades individuales y los derechos humanos, y adscribe a una concepción universal y progresiva de la historia.
 
     Sostiene que no se basa en la religión del hombre, ni en el culto de una humanidad abstracta, impersonal, sino en la pluralidad de hombres concretos cuyos objetivos singulares son inmanentes porque no derivan de ninguna autoridad exterior pero, a la vez, trascendentes en la inmanencia, porque implican normas universales que superan las propiedades de cada individuo y son válidas para todos allá de la subjetividad. Cada hombre –como decía Sartre- al elegir lo que quiere ser crea al mismo tiempo una imagen del hombre tal como considera que debe ser.[10]
 
      Fue consustancial con esas premisas que se hiciera del progreso un valor absoluto, al que hay que subordinar la organización social y legitimar las normas necesarias a ese fin.
 
      Por vía de simplificación, se hace de la humanidad un sujeto individual, ignorando su naturaleza colectiva y plural. Se idealiza una cuestión material y subordina a un objetivo universalizado la suerte de quienes en el juego de poderes pasan a ser sacrificados.
 
      Para ello se necesitó de una burguesía que se hizo a sí misma históricamente y deviniendo en el capitalismo, y en la tecnoburocracia con la que aquel opera y se justifica.
 
      Paradójicamente, la promesa llevó a una clara sensación de frustración. Jacques Revel asegura que la sociedad actual teme al futuro y por eso convierte al pasado en un refugio.
 
     El revival del pasado ante el bloqueo que produce el futuro, cargado de certezas graves, o la falta de un proyecto que explique el mundo y programe el futuro, es la forma de seleccionar la memoria por el no olvido.
 
      Una memoria que rescate la centralidad del trabajo, tan cara al viejo Gyorgy Luckacs y tan esquiva para André Gorz.
 
       El trabajo siempre es construcción del futuro desde las técnicas que aporta el pasado y su memoria selectiva.
 
       Y el progreso también, por eso tiene los límites del hombre y su indemnidad, sobre fantásticas abstracciones de un futuro totalizador y que amenaza con volverse totalitario, cuando el presente se administra con los ejemplos que brindan las naciones más poderosas, en sus relaciones con las más débiles.
 
     La ideología del desarrollo ilimitable y progresivo de las fuerzas productivas, es tanto el fundamento de la fuerza y poder de la burguesía como clase, como la razón de ser del socialismo alternativo.
 
      Pero ni capitalismo, ni socialismo, pueden resolver la contradicción y en consecuencia, desde la ecología y el derecho social, comienza a regularse al progreso, en relación a los daños que causa.
 
 
3.- LA CONCIENCIA CRITICA DEL PROGRESO Y EL PRINCIPIO JURÍDICO QUE LO LIMITA.
 
 
    Construida la sociedad del salariado y comprendiendo ella a los marginados, que conforman el ejército de reserva necesario para el reclutamiento de la mano de obra, empleados y desempleados reclaman su participación en la cuota del progreso.[11]
 
       Y su cuota de progreso en la medida en que cobra la facultad de no poder ser más postergada, se hace progresiva y alcanza sentido jurígeno, a partir de un orden sancionador y protectorio.
 
      Siendo el trabajador el sujeto protegido del derecho del trabajo, sus institutos responden al llamado principio de progresividad, como instrumento que garantice su inserción real en un progreso que no admite para ellos más postergaciones, sin agravio de la justicia social, como condición básica del bienestar general.[12]
 
      Es una regla de derecho, instrumental de los principios del progreso y del deber de no dañar, con las notas axiológicas y genéricas propias de una norma de normas, necesaria para regular el funcionamiento de la sociedad, dándole coherencia y pautas mínimas de dignidad. Opera tras las formas del garantismo social.
 
      El llamado principio de progresividad protege a los trabajadores, como clase dependiente en una relación de dominación, actuando sobre los derecho subjetivos públicos. Pero también opera en las relaciones individuales (en el tráfico apropiativo del trabajo), garantizando al sujeto protegido del derecho del trabajo su estado actual, su patrimonio y sus derechos en expectativa.
 
      En consecuencia sólo la norma laboral que tiene una función instrumental de la justicia social es válida para el sistema garantista, en la medida que respeta los derechos en expectativa y propios de la condición asumida.
 
     Acciona entonces el principio como una válvula del sistema. Los cambios deben ser continuos, pero no podrán ahondar un estado de explotación del que la conciencia de la humanidad tomara noción ya en el siglo XIX, por la cuestión social.
 
     Es así que la cláusula del progreso propia de las constituciones liberales (insita en el preámbulo de la de 1853), viene a verse limitada a principio de una regla instrumental, en una relación dialéctica, que derivó en el constitucionalismo social y imprimiéndole las notas del garantismo.
 
      Instrumentalmente la limitación se operó a partir del principio de progresividad, que tiene por sujeto protegido a los trabajadores.
 
     Podemos sostener entonces que el progreso queda acotado por la progresividad. O si se quiere hablar con más propiedad dentro del saber jurídico, que la cláusula constitucional del progreso puede sólo operar a partir de los límites que le crea la regla de derecho instrumental de la progresividad.
 
      En esa relación dialéctica, progreso y progresividad refieren a un acotamiento de aquel a mérito de una relación de fondo y forma instrumental.
 
      Y con la acotación viene la limitación que relativiza la idea absoluta del ascenso social moderno como una línea al infinito. Ya deja de ser racional que por el culto a ese principio, a algunos se les niegue una existencia con pautas mínimas de dignidad.
 
      En definitiva el principio de progresividad aflora en el derecho del trabajo, como norma impuesta y regla dominante, sosteniéndose ahora, progreso sí, pero no al punto de legitimar u ahondar un estado de desposesión.
 
       Es así, que la regla de la progresividad expresa a partir de las notas de su especialidad, también un límite al progreso. O si se quiere, determina cuando el progreso opera a partir del deber ser, respetando a la segunda regla de Ulpiano.
 
       Los desposeídos del hoy, pueden limitar el progreso de todos, a partir del daño que sufren.
 
       No corresponde afirmar los postulados del modernismo de la burguesía y el capitalismo, cuando ellos se apoyan en la miseria de los trabajadores.
 
      El principio de progresividad, puede desarticular al fin para proteger la suerte de algunos, la trampa de una sociedad que prometiendo el ascenso ideal y sin límites, dañe al hombre libre sobre el cual se afirma.
 
      Con esta regla instrumental que asume el rango de un principio general del derecho del trabajo, quedó anclada la racionalización de un proceso, que puso límites a la idea del progreso.
 
    Idea ésta, que no deja de ser una abstracción, esclava de la razón. Ya que la idea del progreso con todo el peso de haberse constituido en norma constitucional, no deja de ser eso, una idea.             Una significación imaginaria de gran poder jurígeno, pero no por ello extraña al control de razonabilidad.
 
     Cornelius Castoriadis dice "...la burguesía ‘se hace’ finalmente burguesía en su pleno sentido, y al superar el papel que corresponde estrictamente a la situación ya adquirida se alza a la altura de su ‘papel histórico’; si se desarrolla y desarrolla las fuerzas productivas, es porque está verdaderamente ‘poseída’ por la ‘idea’ de su desarrollo ilimitado, ‘idea’ (en mi terminología: significación imaginaria) que a todas luces no es ni percepción de algo real ni deducción racional".[13]
 
      La modernidad hizo presumir que lo nuevo era mejor y superior. En materia económica lo nuevo fue la libre contratación del trabajo reemplazando a las formas estatutarias anteriores, lo que devino en el fortalecimiento de la burguesía y con la acumulación del capital, en el modelo propio del capitalismo. Pero las presunciones son ciertas hasta que se demuestra lo contrario y con el tiempo sectores sobre explotados de trabajadores tomaron conciencia de su estado en el que la libertad conseguida venía acompañada de la pérdida de seguridades. Para algunos las hambrunas del capitalismo le hicieron añorar la esclavitud, el servilismo o el trabajo corporativo.
 
      Desde entonces el proletariado, mediante insurrecciones populares y organización de la acción gremial, reclamó las seguridades mínimas que garanticen una existencia digna y la supervivencia.
 
       La toma de conciencia de la cuestión social a partir de la práctica reivindicativa y la acumulación de triunfos parciales en el reconocimiento de derechos, primero por parte de sus patrones y luego por parte del Estado, imponiendo normas de orden público a esos patrones, implicó el reconocimiento de una nueva propiedad proletaria, a la cual aferrarse.
 
       Los cambios desde entonces en el orden normativo, convencional colectivo y estatal, para responder al patrón protectorio, no debieron ser regresivos. Sólo lo nuevo fue mejor en la medida en que la protección alcanzada no fuera agredida. La magra propiedad social de los trabajadores se hizo innegociable a la baja e irrenunciable.
 
     Para los trabajadores, las normas laborales ante la toma de conciencia de un estado de des posesión básico del modelo capitalista, sólo se legitimaron como anticipo de un cambio final a alcanzar, y en la medida en que ellas no disminuyan un patrimonio alimentario y de subsistencia. Cuando ellas consagran pérdidas del patrimonio en materia de derechos adquiridos, afectan a la subsistencia de la clase en sí, una clase dependiente, que necesita de seguridades mínimas alcanzables, dentro de un estado de dominación.
 
      En ello se da finalmente la pauta objetiva que sirve para calificar lo progresivo o lo regresivo para el derecho del trabajo.
 
    En la hora del ajuste regresivo las normas laborales se hicieron peores o afectaron al llamado principio de progresividad. Sin perjuicio de que fueran dictadas prometiendo un progreso no probado y con la promesa de cambios a conseguir. Pleno empleo, bienestar general, un orden económico, la estabilidad, exigencias de la globalización, no dejaron de encubrir una pérdida de derechos de los más, que fueron transferidos a los menos.
 
    El deconstructivismo de la post modernidad contribuyó a demostrar lo irreal de la racionalidad del progreso del capitalismo y el socialismo real. Atacó los pilares de un orden totalitario y expoliador. Descreyó de la modernidad por la trampa que implicaba, cuando la cuestión social, en los términos del presente, marcaba además de la tragedia del hombre, el sin sentido de un proceso histórico que acercaba en la década del 90 a un fin de siglo en el que los poderosos justificaban un modelo social que dejaba a los trabajadores sin trabajo. Todo a partir de una cultura de dominación, que en definitiva, significaba una des culturización social sin orientación ni esperanzas. En la era de la muerte de las ideologías, por falta de ideologías válidas.
 
     En esas circunstancias sólo florecieron los conservadores, que aferrados al poder constituido, vinieron  a descubrir en la empresa capitalista, el astro brillante ante el cual debían hacer prosternar a la ciudadanía. Entre los que debían adorar al nuevo dios, estaban los propios trabajadores que esa empresa expulsaba de su seno, arrojándolos hacia la nada de un mercado sin demanda posible de trabajo, con un Estado desmantelado, inútil sin otro destino que el de afirmar el proceso de acumulación de poder empresario ya alcanzado.
 
      A esa altura de las circunstancias el progreso había dejado de ser un medio y se transformó en un fin, primero fue reificado y luego se transformó en un fetiche.[14]
 
 
4.- LA  FETICHIZACION DEL PROGRESO.
 
 
     A la sombra de la fetichización del progreso, mucha sangre fue derramada. El pecado original de la Argentina (el genocidio indio), es un ejemplo de ello. Un orden jurídico de legitimación del mismo forma parte de nuestro pasado de oprobio. Nuestro “progreso” llegó teñido de sangre y signado por la violencia.
 
        Con la reificación del progreso vino el olvido de las luchas pasadas. “Toda cosificación es un olvido” enseñan Horkheimer y Adorno.
 
     Por su parte, recordándolos Holloway sostiene: “Vivimos, entonces, en un “mundo encantado, pervertido y puesto de cabeza” en el que las relaciones entre personas existen en forma de relaciones entre cosas. Las relaciones sociales están “cosificadas” o “reificadas”. Lukács utiliza el término “reificación” en Historia y conciencia de clase, publicado en 1923. Tal como el término reificación sugiere, Lukács insiste en la relevancia que tiene en cada aspecto de la vida social. La reificación no se asocia sólo con el proceso de trabajo inmediato, ni con algo que afecta sólo a los “trabajadores”. “El destino del trabajador se convierte entonces en el destino universal de la sociedad entera”. “La transformación de la relación mercantil en una cosa de “fantasmal objetividad”(...) imprime su estructura a toda la conciencia del hombre (...). Y, como es natural, no hay ninguna forma de relaciones entre los hombres, ninguna posibilidad humana de dar vigencia a las ‘propiedades’ psíquicas y físicas, que no quede crecientemente sometida a esa forma de objetividad”.[15]
 
       Con la fetichización del progreso, se puso fin a la historia como parto de  liberación nacional y social. La organización nacional se apoyó en el progreso para terminar siendo administrada por las banderas del orden y la administración, con las que la generación del 80 consolidó el orden oligárquico de un régimen que ya no necesitaba de una historia que no podía negar la suerte de los indios, los gauchos, y los inmigrantes.
 
       Con lucidez, José Pablo Feinmann, defiende la tesis de que “todo fin de la historia se traza, siempre, para alumbrar y justificar la violencia que lo torne posible”.[16]
 
      La sangre derramada –que inquieta a Feinmann como clave histórica-, tras el fin del progreso, no fue poca y sólo el pensamiento crítico referido a la nueva situación social existente, instrumentó una nueva conciencia de lo social, al punto que al siglo de las luces, le sigue el siglo de la cuestión social, que viene a alumbrar lo que había intentado construirse, a mérito del progreso, por la violencia implícita en la sociedad construida con ese fin por una burguesía que había monopolizado la libertad de contratación alcanzada, como una forma nueva, distinta y crucial de dominación.
 
      El deslumbrante desarrollo del capitalismo, pasó a ser desafiado a mérito de la revolución social, que pretendió su abolición y por ahora fracasó en sus intentos.
 
      Cuando los órdenes revolucionarios, sólo quedan en promesas incumplidas, las sociedades se regulan por los principios en que se fundan, administrados con moderación.
 
     El orden capitalista, resultado real del siglo XVIII, a la hora de las efectividades conducentes, afirmado en el progreso como fin, siguió su desarrollo hasta el presente desembocando en un estado de cosas, en el que de todo se duda y en el que en nada se cree, pero sigue siendo ordenado asistemáticamente por un progreso loco, que lleva a la hecatombe ecológica o a la guerra nuclear.
 
       Los teóricos de la post modernidad, descreen de todos los fines incluso el progreso, pero siguen administrando a partir del principio legitimante.
 
       La idea del progreso como un continuum permanente e interminable queda jaqueada por la realidad que signa al holocausto y el fin de la historia.
 
      Y ese no es el fin de la historia del conservadorismo en términos de análisis económico. Este es el preanuncio de la hecatombe nuclear o la destrucción ecológica del planeta.
 
    La conciencia alcanzada en estos anuncios, desencadena patológicamente un terror que se traduce en escepticismo y desactivación de los paradigmas de la modernidad que conlleva a la relativización del progreso, como idea estructurante y metódica.
 
       La crisis de las utopías esperanzadoras, que daban un sentido a la vida, en relación con una esperanza alcanzable se traduce en la pérdida de las esperanzas.
 
      Fernando Vallespín sostiene que el futuro ha colapsado al presente en cuanto es una amenaza y no una esperanza.
 
     En un reportaje, contestando a la pregunta : “La crisis de los grandes maestros pensadores supone también la crisis de las utopías. Realizadas o desacreditadas esas utopías, ¿daría la impresión de que la realidad marcha por delante de las ideas?
 
      Sostiene: “Si, evidentemente, la realidad es más importante que las ideas. Pero creo que las ideas progresistas tienen un problema cuando el objetivo fundamental del mundo en el que vivimos es la conservación. Aquí me parece que hay un elemento tremendamente interesante, y es que siempre habíamos puesto la esperanza en la idea de progreso, de una manera más o menos conciente. Es decir que el futuro siempre era el lugar donde encontraríamos reconocimiento, trasladábamos la solución de los problemas a algo que tenía que acontecer en el futuro y para lo cual estábamos preparando al presente. Lo que ocurre es que en cierto modo, el futuro ha colapsado sobre el presente: no es ya, digamos, un horizonte de emancipación o un mundo mejor, mucho más reconciliado, sino que es todo lo contrario: es la amenaza, la escasez de agua, la ausencia de materias primas, el cambio climático, la aparición de nuevos peligros, que se resumen en gran medida en el peligro de no poder mantener nuestro nivel de vida, de que las generaciones futuras no puedan disfrutar el planeta que estamos habitando.”[17]
 
     El nuevo dios pagano que constituyó el progreso para el liberalismo fue derivando en un modesto progresismo, no menos necesario, y de tímidos defensores.
 
     La debilidad del progresismo fue constantemente puesta a prueba por las doctrinas económicas que levantaban las banderas degeneradas del liberalismo, en la versión neo-liberal, expresadas a partir del llamado Consenso de Washington. Esas políticas fueron asumidas hasta el paroxismo por el gobierno argentino de la última década del siglo, que en su versión suicida del desarrollo y el progreso, consiguió que una Nación que durante las ocho primeras décadas del siglo XX, en la que el desempleo no pasaba del tres por ciento, pasara a sextuplicarlo, empujado por la privatización de importantes empresas estatales que explotaban sectores claves de la soberanía económica y produciendo en el área privada la des industrialización y la desaparición de la pequeña y mediana empresa.
 
      Pese a todo el progresismo resistió. Como pudo resistió y en la construcción doctrinaria y del derecho encontró espacios para la resistencia. Desde los Estados de Derecho, desajustados hijos de la racionalidad en crisis, transformados en instrumentos útiles para el gobierno real de los enormes poderes económicos, financieros y comunicacionales alcanzados, los intelectuales del garantismo social desde el derecho trataron de tornar el quehacer sangriento del progreso, (fin), con un método limitante del mismo, al que se conceptualizó como el “principio de progresividad”.
 
       Hay, en esa conceptualización, una aceptación del progreso y una negación del mismo. Por eso el llamado principio de progresividad tiene una invocación aparentemente ambigua.
 
      Pero la negación del mismo pasa por transformar al progreso de fin en un método. Readjudicarle un verdadero signo de método, haciéndolo racional y ordenándolo, desde un humanismo que lo limita como desencadenante del daño. El llamado “principio de progresividad” sirve pues para defender al hombre de daño en el progreso. Encuentra su razón de ser en el “alterum non laedere”.
 
Hegel, hablando del progreso científico en su difícil prosa sostiene : “La única manera de lograr el progreso científico (...) es el reconocimiento de la proposición lógica, que  afirma que lo negativo es a la vez positivo, o que lo contradictorio no se resuelve en un cero, en una nada abstracta, sino sólo en la negación de su contenido particular; es decir, que tal negación, no es cualquier negación, sino la negación de aquella cosa determinada, que se resuelve, y por eso es una negación determinada. Por consiguiente en el resultado está contenido esencialmente aquello de lo cual resulta; lo que en realidad es una tautología, porque de otro modo sería un inmediato, no un resultado. Al mismo tiempo que la resultante, es decir, la negación, es una negación determinada, tiene un contenido. Es un nuevo concepto, pero un concepto superior, más rico que el precedente; porque se ha enriquecido con la negación de dicho concepto precedente o sea con su contrario; en consecuencia lo contiene al más que él, y es la unidad de uno mismo y de su contrario”.[18]
 
       La dialéctica en definitiva es la que a los efectos de la filosofía del derecho, nos permite categorizar el principio como una norma de normas (expresando un alto valor social), construido en esta etapa histórica a la que sintetiza a partir de la crítica que sostiene a la norma por su necesidad y no la hace depender sólo de su eficacia. Cumple un fin transformador y no una única función represora, propia de la confirmación de un orden social, que se reconoce básicamente injusto.
 
       El pensamiento de izquierda heredero del marxismo, siempre apeló al ideal del progreso histórico, como el resultado de la superación del hegelianismo por la dialéctica marxista, y se ha terminado por llamar progresismo, a una izquierda vergonzante.
 
           Y la crisis de la izquierda ha llevado a pensar a algunos en la necesidad de reconstruir una izquierda enemiga de la utopía, que pueda sostenerse pese a la noción de que el mañana no está garantizado cuando la ciencia abrió las puertas de la hecatombe y el progreso trae como resultado el recalentamiento del planeta y afecta a la ecología.
 
           Todo esto traduce la necesidad de superar la debilidad positivista para estructurar desde la filosofía del derecho, un sólido pensamiento de izquierda que se sostenga racionalmente desde y pese a la realidad, como motor de cambio lógico, que  no marcha hacia un abismo.
 
           Es ahí donde el pensamiento crítico pone límites al progreso a partir de formas normativas que gobiernen el desgobierno que ese progreso en su versión economicista implica.
 
           Es allí donde el derecho tiene por pretensión operar sobre la realidad a partir de un deber ser principiado. Apoyado en el principio de la igualdad y reinando sobre una realidad liberticida.
 
          La era de las revoluciones estaba signada por los imperativos categóricos, que terminaban por dividir la sociedad entre nosotros (los revolucionarios) y ellos (los contra revolucionarios, entre los que quedaban por igual los reaccionarios y los reformistas).
 
La moral revolucionaria, respondía a principios fuertes. La pos modernidad debilitó la moral de la era de las revoluciones. Y esto estuvo determinado objetivamente por el aplazamiento y la desvirtuación de las revoluciones. Por la falta de demostración práctica de la factibilidad de la utopía. Por el desgaste a que lleva la institucionalización no democrática de los partidos revolucionarios triunfantes. Por el distanciamiento real de la utopía.
 
           La relajación de la era de las revoluciones, hizo no creíbles a los revolucionarios, fortaleció a los conservadores y terminó por debilitar a los reformistas, por el alejamiento de la utopía del cambio.
 
           Hizo del gobierno la tarea administrativa de los burócratas, preocupados por encontrar un destino aún en el desorden y si es necesario, profesionalizarse en la administración del desorden. Hacerse expertos en administrarlo consiguiendo los mejores resultados posibles aceptando la realidad como inmodificable.
 
           La post modernidad, vino de la mano de una izquierda irracionalista y dotada de principios débiles o preocupada por construir otros a partir de la indagación estructuralista, perdidos en la abstracción de las formas.
 
           En ese marco, sostener un principio reformista afirmado, tan sólo en su defensa de la indemnidad prometida a partir de la toma de conciencia de la crisis social y económica, parece un lujo alcanzable solo por las sociedades altamente desarrolladas, gobernadas por los reformismos sociales, a partir de estados socialdemócratas. Pero también beneficiarias globales de las dominaciones de los pueblos y naciones dependientes.
 
           Es el llamado principio de progresividad conservador de la calidad de vida posible, cuando los peligros que amenazan a la sociedad, siempre vienen presentados a nivel de catástrofes. No deja de ser sólo una regla de derecho instrumental del principio general del progreso, que lo regula en relación con otro principio general del derecho, el de indemnidad.
 
           Es una regla instrumental que sólo cobra sentido en los análisis institucionales específicos y desde la confrontación de los cambios reales a partir de la óptica de los débiles y los dañados.
 
       En eso está su fortaleza y su debilidad. No deja de ser el resultado de un imperativo categórico débil, asimilable por una sociedad estable, que responda a un Estado de derecho sociológicamente fundado.
 
           Pero para ese tipo de sociedades, no es una norma para asumir por provenir de un acto voluntario emanado del poder político. Es consustancial a la legitimación del contrato social en el que se afirma ese tipo de sociedad. Es la sublimación racional de la razón de ser del gobierno, que si deja de ser respetuoso del llamado principio de progresividad, dejará de estar legitimado por la inmensa mayoría de los que se sientan a la mesa usurpada de los beneficiarios reales del progreso. Empezando por los ciudadanos marginados.
 
 
5.- EL RELATIVISMO EN TORNO A LO POSITIVO DEL PROGRESO.
 
           Uno de los problemas filosóficos inherente al progreso, es su relativismo.
 
          Cuando se quiere entender al progreso, como una concepto social cuantificable, sus contradicciones se agudizan.
 
         ¿Es el progreso de algunos, cimentado en el daño que se causa a otros, realmente un progreso legítimo?
 
           ¿Es el progreso de las mayorías, el factor suficientemente legitimante?
 
           ¿Debe el progreso económico apoyarse en el daño evitable de una minoría o un individuo?
 
           La interpretación materialista y sus desviaciones economicistas, poco ayudan para responder  a esos y otros interrogantes análogos,
 
           Sigue siendo un tema pendiente para el materialismo histórico el del progreso y sus ambigüedades, que fueron expresadas por Marx y Engels en materia de colonialismo y revolución en las sociedades precapitalistas.
 
           La relatividad del progreso, está profundamente vinculada con la temporalidad de su naturaleza.
 
           Lo progresista de hoy, puede ser considerado conservadorismo mañana, en términos de intentos de recuperar el pasado y sus logros.
 
           Los logros del progreso capitalista, son puestos en duda y revisión por la cuestión social y sobre ella el socialismo construye el rescate del ideal del progreso, sobre el que el liberalismo creara su descreimiento.
 
           Ese descreimiento sobre el que Oswald Spengler, construyera su teoría decadentista.
 
           Es el socialismo el que pone sobre las espaldas del movimiento obrero la tarea de construir la historia, demoliendo al capitalismo, para expresar en la sociedad socialista la formulación del progreso de la humanidad.
 
          El desafío lo supera, a las hora de las realizaciones concretas. El muro de Berlín se derrumba, carcomido por el progreso prometido y no alcanzado.
 
          Desmentidas en los hechos. Las sociales democracias reformistas, extorsionadas por las crisis económicas cada vez más periódicas, hacen retroceder a los Estados de bienestar construidos a partir de sus principios y gobiernan con las crudas políticas de neo-liberalismo, púdica forma de mal disimular a la restauración conservadora de la escuela de Chicago.
 
           Desde entonces, resulta obvio para muchos, que la ideología del progreso primero cambia de metas, y luego pierde el destino.
 
           Pero aún esta sociedad descreída, debe encontrar su progreso y hacerlo en términos de racionalidad, al punto de que el quehacer de la humanidad deje de ser caótico y aterrorizante.
 
           La conceptualización del llamado principio de progresividad, trae el peligro de constituirlo en una identidad abstracta, independizada de su dinámica función temporal.
 
           Esa estructura temporal del concepto, está reñida con su positivización identitaria, en la medida en que esa identidad sirva para transformarlo en un fetiche.
 
           John Holloway ha teorizado a partir de Marx sobre la fetichización y la función que ella cumple con referencia al poder-sobre, en oposición al poder-hacer.[19]
 
           El principio de progresividad, retomando sus doctrinas dialécticamente y aplicándolas en relación al rol del derecho, permite romper con el fetiche del progreso, que sirvió fundamentalmente para constituir una sociedad y en un Estado al servicio del capitalismo y a su horrible medida.
 
           La tensión estará entre la adjudicación del principio de progresividad de una simple función fetiche, propia del poder-sobre, con su sentido conservador de la injusticia social sosteniente de un régimen social injusto y la función liberadora, desafiante del orden establecido.
 
           Para el derecho social, el peligro de caer en el fetiche es su máximo desafío. La objetivación de lo hecho se enfrenta con la función de construir un derecho para el hacer.
 
           Con referencia a la cuestión social, la historia del derecho, ha terminado por ser hegemonizada por el fetiche del derecho de propiedad en su versión de la era de la modernidad y la economía capitalista, que construyó el derecho positivo del presente.
 
           Ese derecho positivo hecho, incluso el constitucional básico del individualismo, ha sido la construcción jurídica del respeto al trabajo mercancía, con su postergación del hombre y su cosificación economicista, esencial para sostener la dominación de la economía por un sistema abstracto e irracional que ha transformado al capital como un poder superior a los Estados. Estados que primero sirvieron para la acumulación interna y ahora sirven obedientemente al capital constituido como fuerza financiera internacional globalizada.
 
           Como lo supo destacar Holloway, la fetichización sirvió para separar lo hecho del hacer.[20]
 
           El pensador irlandés, destaca la importancia de la diferenciación entre el poder hacer y el poder sobre, (también de lo hecho con el hacer). Y lo funcional que resulta al poder sobre la relación objetivante del concepto trabajador, al que por esa vía se lo deshumaniza, por un lado y por el otro la relación subjetivante de la mercancía (lo hecho), que mediante la fetichización es transformada en un sujeto.
 
           Es así que el poder existente se funda en transformar las relaciones entre personas, en relaciones entre cosas.
 
           Y el fetichismo cumple su función de separar el hacer de lo hecho. La conducta trabajo (hacer) de la mercadería, (lo hecho).
 
           La fractura del hacer implícita en la fetichización es significativa en cuanto a la fundamentación del derecho positivo y sirve a la reificación de sociedad.
 
                       
 
6.- LA AFIRMACIÓN DEL PRINCIPIO DE PROGRESIVIDAD EN LA JURISPRUDENCIA DE LA CORTE.
 
           La C.S.J.N. en septiembre del 2004, dio un salto cualitativo en materia de su doctrina sobre los derechos sociales de singular importancia. Las sentencias dictadas en  “Castillo c. Cerámica Alberdi S.A.”[21], “Vizzoti, Carlos A. c. AMSA S.A. s. despido”, sentencia del 14 de septiembre del 2004 y “Aquino Isacio c. Cargo Servicios Industriales S.A.”, del 21 de septiembre del 2004, tuvieron la valentía de actualizar un doctrina vetusta y arcaica en materia de aplicación de los derechos humanos y sociales.
 
           Una prensa amarilla desarrolló una campaña crítica de la Corte, advirtiendo como siempre en términos amenazantes del caos económico. La Corte salió airosa y fortalecida, en un momento en que necesitaba como nunca, pasar por sobre un pasado en el que perdió credibilidad a partir de dejarse influir por las políticas económicas que inspiraban un orden público afirmado supuestamente en el progreso, propio del más crudo economicismo, con agravio de los derechos de la ciudadanía.
 
     En los votos de los ministros de la Corte Enrique S. Petracchi y Raúl E. Zaffaroni, en la sentencia dictada en la causa “Aquino”, se fundó el decisorio en el agravio el principio de progresividad.
 
      En este fallo, por fin la Corte asumió que este principio de progresividad[22], tiene raigambre constitucional en el art. 14 bis y en una serie de Tratados Internacionales de Derechos Humanos y Sociales que nos rigen. Además se señaló en el fallo el antecedente propio del derecho comparado, de las resoluciones de Tribunales como la Corte de Arbitraje Belga y el Tribunal Constitucional de Portugal y el Consejo Constitucional francés.
 
Podría haber citado la Corte en materia de derecho comparado, la reciente reforma de la Constitución de Venezuela que positiviza al principio de progresividad en materia de derechos humanos (en su art. 19) y de derechos del trabajo (en su art. 89) o en el derecho interno, al art. 39 de la Constitución de la Provincia de Buenos Aires, que a partir de 1994, consagró ese principio  en forma explícita.
 
           Pero en lo esencial, lo más importante del fallo está la relectura de nuestro artículo 14 bis, comenzando por la indagación sobre la voluntad de los constituyentes. Recordando las palabras del miembro informante de la Comisión Redactora de la Asamblea Constituyente de 1957, sobre el destino que se le deparaba al proyectado art. 14 bis, en estos términos: “Sostuvo el convencional Lavalle, con cita de Piero Calamandrei, que "un gobierno que quisiera substraerse al programa de reformas sociales iría contra la Constitución, que es garantía no solamente de que no se volverá atrás, sino que se irá adelante", aun cuando ello "'podrá desagradar a alguno que querría permanecer firme" (Diario de sesiones..., cit., t. II, pág. 1060)”.
 
       En consecuencia y a partir de esos valores, es que el artículo 14 bis ordena en materia laboral, dictar leyes para asegurar derechos a los trabajadores y desactiva normas que fueron dictadas para desasegurarlos.
 
       Asumió en definitiva el más Alto Tribunal, implícitamente, que por medio del principio de progresividad opera el derecho del trabajo a partir del reconocimiento del estado de necesidad de amplios sectores de la clase trabajadora y cumple la función de reparar racionalmente la des posesión implícita en la relación de trabajo del orden económico capitalista. Relación de subordinación que legitima la apropiación por el empleador de esa fuerza de trabajo y las ganancias que genere, ajenizando al productor del trabajo de los riesgos que asume quién lo explota en su beneficio.[23]
 
        Este principio funciona como una válvula dentro del sistema, que no permite que se pueda retroceder en los niveles de conquistas protectorias logrados.
 
        Impide el retroceso a condiciones propias de períodos históricos que registran un mayor grado de des posesión legitimada.
 
      Se expresa articuladamente para cumplir la función protectoria con el principio de la irrenunciabilidad y las reglas de la norma más favorable y de la condición más beneficiosa. En esencia, limita la cláusula del progreso, a partir del deber de no dañar, subordinando lo económico a la defensa de derechos humanos fundamentales.
 
Debe también destacarse que en el fallo “Aquino”, la distancia que existe entre el derecho del trabajo y el derecho al trabajo, comenzó a ser recorrida conceptualmente. Y se eligió la última preceptiva como destino, meta y contenido del concepto fundante del decisorio. Es el derecho al trabajo un punto debatido y a agotar en esta época de la post modernidad, que cobra especial relevancia.
 
       Si la modernidad tiene por marca al derecho del trabajo, la post modernidad retoma el derecho al trabajo, como una cuestión que no puede ser más postergada.
 
     No es poco que la Corte eligiera el concepto que hoy interesa a la ciudadanía del trabajo, por el que se estructura trabajosamente y pese al mercado, una red de seguridad básica en la sociedad. Una garantía que llega a plantearse el derecho al salario de subsistencia, compensación por el empleo escaso, que construye el mercado su funcionamiento insolidario, es hoy tema abordado en los países centrales y avanzados.
 
      Que se comience a vislumbrar en fallos que llegan después de la lluvia ácida de normas y doctrinas judiciales inspiradas en la regresividad, nos permiten esperanzarnos. Creer que el cambio es posible. Que aún de lege lata, respetando la Constitución, se puede reconstruir lo destruido y construir sobre las cenizas.
 
 
7.- EL SENTIDO DEL LLAMADO PRINCIPIO DE PROGRESIVIDAD EN LA ERA DE LA GLOBALIZACIÓN.
 
 
      El llamado principio de progresividad, (una regla garantista instrumental del progreso), contradice la idea del progreso masivo e ineluctable, tan afín y natural al positivismo, y sobre la cual se afirmara la ciencia económica liberal clásica para asentar la construcción conceptual del mercado, asignándole la tarea de una mano mágica.
 
      Era ella una mano que llevaba hacia el progreso de todos. La propuesta resultó ilusoria y el progreso de todos se tradujo en el fenómeno inédito de la pauperización de los más. Insertos en la trampa estamos y la pauperización sirve para la ruptura de todos los vínculos sociales y la desafiliación, en un tránsito regresivo, donde la clase trabajadora, como último escalón de las políticas expoliadoras del mercado, sigue siendo el único estado social en el que el des afiliado se refugia a partir de la esperanza de subsistir por el trabajo. Con o sin proyecto histórico. Con o sin destino manifiesto. Con o sin revolución.
 
       Es en ese marco conceptual que el progreso de los trabajadores puede ir acompañando al progreso de todos o contradiciéndolo, negándolo o retardándolo.
 
       Mientras la miseria sea el cimiento del progreso de algunos, la idea de totalidad pierde sentido y el progreso de los explotados, aunque fueran minorías y no lo son, sería más importante que el sueño de una totalidad que resulta imposible de mensurar. Y ridículamente mensurable en términos contables a valores de los PBI, tan afectos a algunos aprendices de economistas.
 
       La regla de la progresividad de los trabajadores significa rescate de un estado de des posesión. Conceptualización de la cuestión social. Tarea pendiente que sin resolver, demuestra hipócrita a la noción del progreso de todos.
 
      Y en el análisis temporal el llamado principio de progresividad encuentra mejor enclave en una temporalidad seriada, con ritmos de desarrollo superpuestos, en los que cobra sentido la válvula-seguro de la no regresividad; que en la concepción del tiempo hegeliano “centrado”, que resulta mucho más ajustada a un idealismo afín con el progreso de “todos”.
 
En definitiva, con un progreso guiado para todos, que engordó la idea del bien común, en la que se asentó primero el tercer estado y hoy una tecno burocracia política - financiera empresarial, que camina sobre los cadáveres y la miseria de muchos.
 
           En la era  de la globalización, construir desde la doctrina, un principio general del derecho (en nuestro concepto una regla general del derecho), con sus notas de validez universal, expresivo de los valores reivindicables en este  momento histórico, hace a los fundamentos del derecho de gentes y no queda anclado en los derechos positivos nacionales.
 
           Sin embargo, la defensa de un orden de garantías, tiene que ver con los limites jurídicos de los Estados nacionales y su capacidad de resistencia, ante el daño que puede surgir de la misma globalización, necesaria para algunos, destructiva para otros.
 
           Rubén Dri, apoyándose en Petras ha señalado con agudeza que el concepto de globalización comienza a circular a fines de los 60 como sustituto de “imperialismo”, dado que este concepto tenía acentos peyorativos. Señala que fueron periódicos como Business Week, Fortune y revistas de negocios norteamericanas las que lo divulgaron, de manera que el concepto de globalización entró en la jerga periodística para describir el fenómeno de expansión de capitales y de empresas norteamericanas, europeas y japoneses conquistando espacios económicos.[24]
 
           A esta altura de las circunstancias, es evidente que todo el mundo habla de la globalización y seguir estudiando al imperialismo, como etapa superior del capitalismo, implica cargar con el peso de ser un intelectual fuera de moda. Reconocer el poder inmenso de las empresas protagonistas de la globalización significa avalar la imposibilidad de resistir a ese poder por los Estados nacionales y los derechos que ellos construyen. Plantear esa inevitabilidad, lleva a legitimar el poder de daño de esas empresas.
 
           La cultura de la globalización, asimila el progreso a las políticas de la llamada con sorna Santísima Trinidad, conformada en el presente por el FMI, el BIRD  y la OMC. Políticas que sirvieron para favorecer a los Estados Unidos, la Unión Europea y Japón, de donde provienen las quinientos empresas más grandes del mundo, (el 47 por ciento de ellas norteamericanas, el 37 por ciento europeas y el 10 por ciento japonesas).
 
Pero esas empresas transnacionales, encuentran útiles a su destino, perder el rastro de sus orígenes y escapar a todo control a intentar de su accionar. Escapan al control de origen, que además no se le ejerce a mérito del beneficio que generan y reparten en sus propias sociedades desarrolladas, a partir de la superexplotación de las naciones y sociedades del subdesarrollo. Pero lo que es más grave, escapan al control de sus víctimas, que a mérito de la cultura de la dominación que asumen, justifican el daño que causan, como si el mismo resultara inevitable.
 
           Todo esto no deja de ser una enorme ficción, de arrasadores efectos reales. Que conduce a las sociedades víctimas hacia un abismo y al mundo entero hacia el desastre, cabalgando como los siete jinetes del Apocalipsis, sobre una economía de irresponsables supuestamente equilibrada por un mercado que todo lo puede arrasar.
 
La penetración del escepticismo, sobre el rol que cumplen los Estados nacionales y sus órdenes jurídicos, en relación con su función legitimante de los regímenes de explotación, ha llevado a la izquierda de la post modernidad, a transformarse en epígona de la globalización, apostando a la revolución mundial, en función del protagonismo de la multitud, para usar los términos de Antonio Negri.[25]
 
           Hay en ello un prejuicio que no deja de manear a la propia revolución y niega en toda evolución un posible sentido positivo. El culto utópico de la revolución es necesario a la esperanza, imprescindible faro en la hora del escepticismo. Pero puede llevar a la reificación y fetichización de la revolución, que constituye en la más solapada forma de negarla desde adentro. La revolución entonces pasa a ser una cosa y no una tarea de hombres, corriendo la misma suerte que describimos del progreso, o el continuum indefinido del evolucionismo. Haciéndonos menos responsables a los hombres, de los procesos de cambio que demos asumir. En lo cotidiano o en los grandes momentos históricos de los pueblos, que por ser extraordinarios, no suelen darse fácilmente.
 
           Desde el derecho y a partir del daño a proteger, en uno de los planos posibles, la doctrina construye trabajosamente, una regla general de derecho para batallar contra esa realidad de espanto, donde feroces tigres de papel, hambrean a los pueblos. Limitando el daño a causar a mérito de la invocación del progreso como fetiche, la conciencia del hombre se abre a una idea legitimadora de los recursos que resistan, negando la inevitabilidad del daño y obligando a prevenirlo y repararlo.
 
           Se trata de construir un derecho humano de resistencia.     
 
 
   
 
Notas:
[1] El autor en setembre del 2007, era Secretario del IDEL (Instituto de Estudios Legislativos de la F.A.C.A., y director del Departamento de Derecho del Trabajo, de esa entidad. Puede consultarse del autor para ampliar el tema: El ataque al principio de progresividad, en revista Doctrina Laboral, Errepar, Buenos Aires, marzo de 1994, año IX, n° 103, tomo VIII, pág 175. El orden público laboral y el principio de progresividad, en revista Doctrina Laboral, Errepar, Buenos Aires, septiembre de 1995, año XI, n° 121, tomo IX, pág. 645. El principio de progresividad, publicado en el Tomo de Ponencias del Primer Congreso Nacional de Abogados: “Hacia nuevas formas de defensa de los trabajadores”, celebrado en el Salón Germán Abdala, Buenos Aires, los días 10 y 11 de octubre de 1997, pág. 11. Reflexiones sobre el principio de progresividad y la idea del progreso en el derecho del trabajo, en Revista del Colegio de Abogados de La Plata, 1999, año XXXIX, n° 60, pág. 149. La disponibilidad colectiva en las leyes 25.013 y 25.250 y el principio de progresividad, en revista La Causa Laboral de la Asociación de Abogados Laboralistas, Buenos Aires, diciembre de 2001, año 1, n° 2, pág. 15. La constitucionalización del principio de progresividad, en revista Doctrina Laboral, Errepar, Buenos Aires, junio de 2003, año XIX, tomo XVII, n° 214, pág. 487. Correcciones por inconstitucionalidades del tarifarismo y el principio de progresividad, en diario La Ley, miércoles 20 de octubre de 2004, año LXVIII, n° 202, pág. 1. También en el Suplemento La Ley de la Revista del Colegio Público de Abogados de la Capital Federal, oct-nov 2004, n° 38, pág. 11. Reproducido también en Gacetilla del Colegio de Abogados de la Provincia de Buenos Aires, “Últimos fallos de la Corte Suprema Nacional en materia laboral”, La Plata, diciembre de 2004. El principio de progresividad y su conceptualización en la reciente jurisprudencia de la Corte Suprema, en revista Doctrina Laboral, Errepar, Buenos Aires, febrero del 2005, año XX, tomo XIX, n° 234, pág. 107. La tímida e inicial invocación del principio de progresividad en un fallo de la Suprema Corte de Justicia de Buenos Aires en que se declara la inconstitucionalidad de la ley 24.557, en La Ley Pcia. de Buenos Aires, junio de 2005. año 12, n° 5, p. 497. La presente ponencia será publicada por el diario La Ley.
 
[2] Ver: Alfredo Palacios, en "Esteban Echeverría. Albacea del pensamiento de Mayo", Tercera edición. Editorial Claridad, p. 421.
 
[3] Palacios, Alfredo L.; “Esteban Echeverría : Albacea del pensamiento de Mayo”, pags. 414 y 415, 3° edición, Edit. Claridad S.A., 1955, Bs. As., Arg.-
 
 
 
[4] Lamennais, cercano a Leroux, había nacido en 1782, ordenado sacerdote en 1816, funda el social cristianismo y cuando el Papa condena públicamente a la “Palabras de un creyente”, se radicaliza y es uno de los lideres de la revolución de 1848, , el gran admirado de Echeverría, falleciendo en 1854.
 
[5] Ver: José Ingenieros, en La evolución de las ideas argentinas, Elmer Editor, cinco tomos, Obras completas, Buenos Aires, 1957.
 
 
 
[6] Sostiene Canal Feijoo en relación a Echeverría: “Impónese ahora –piensa él para comenzar- una nueva concepción de la filosofía; la mente moderna ha comprendido, al fin, que las concepciones anteriores confundían, la esencia y el objeto de la filosofía con algún simple método particular de conocimiento que cada escuela o sistema se encargaba de sobreestimar. La filosofía no es ni el racionalismo de Descartes, ni el experimentalismo de Bacon, ni la ideología de Condillac, ni el psicologismo de Reid y Stewart; es, ni más ni menos, la ciencia de la vida, del ser vital de las cosas. Iluminada por las enseñanzas de la historia y de las ciencias naturales, sabe hoy que la ley de la vida universal es el progreso continuo, y que, por tanto, poseer la ciencia de una cosa es poseer la ley de su desarrollo.” CANAL FEIJOO, Bernardo; “Constitución y Revolución”, pag. 117, Editado por el Fondo de Cultura Económica, 1955, Bs. As., Arg.-
 
 
 
[7] Alfredo L. Palacios,  “Esteban Echeverría : Albacea del pensamiento de Mayo”, 3ra Edic., pags. 416 y 417,  Edit. CLARIDAD, año 1955, Bs. As., Arg.-
 
 
 
[8] Iñigo Carrreras reseña una crónica de esa institución representativa de la sociedad oligárquica del momento, refleja:  “/.../ se ha constituido una Comisión de Hacendados, cuya primera decisión es organizar una comida de homenaje a Urquiza expresando así de acuerdo a lo que señala la crónica de “El Progreso”: ‘El profundo reconocimiento de los hacendados, al considerar los importantes trabajos de S. E. para reglamentar y organizar la campaña, para garantir las propiedades y para dar empuje a su desarrollo, había impreso en el ánimo de la parte más pudiente del país, un reconocimiento acendrado...’. Esta comisión es dirigida por el Comandante General del Sud, coronel Ramón Bustos – hijo del gran caudillo cordobés de la organización nacional- por Eustaquio Díaz Vélez y Gervasio Ortiz de Rosas. Y la integran Daniel Arana, Roque J. Baudrix, Alvaro del Valle, Antonio Terrero, Jacobo Parravicini, Claudio Stegman, Mariano Baudrix, Juan Nepomuceno Fernández, Federico Terrero, Juan J. Cobos, José Gregorio Ledesma, Juan Cano, A. G. Moreno, Miguel Otero, Ángel Pacheco, José María Suárez, Federico y Alejandro Leloir, Eugenio Roballos, Narciso Martinez e hijos, Luis Gorz, Pedro J. Vela, Prudencio Ortiz de Rosas, Agustín Delgado, Jorge Atucha, Pedro Pablo Ponce, Ezequiel Castro, Patricio Linch, Ramón Lavallol y Luis Dorrego. El 7 de setiembre esta comisión lleva a cabo su banquete en honor del entrerriano en los salones del Club del Progreso. ‘Todos los primores que el arte de agradar haya inventado para los sentidos se encontraban allí diestramente colocados...’ dice la nota correspondiente publicada por el vocero oficialista homónimo del Club. El “caballero Hotham”, almirante y ministro plenipotenciario de Inglaterra comparte la mesa central junto a las máximas autoridades. Brindan en esta oportunidad Tomás Guido, Elías Bedoya. Bernardo de Irigoyen, Gorostiaga y otros. “A las diez y media de la noche, fue invitado el director, a pasar a otros salones, y toda la reunión lo siguió allí para tomar el café. El buen humor lo siguió allí para tomar el café. El buen humor, la franqueza, la cordialidad más completa reinaba en los amenos grupos...” agrega el cronista el cierre de su nota. El 8 de setiembre conservando aún los ecos del banquete del Club en su cuerpo y espíritu, Urquiza se embarca a las 11 de la mañana hacia el Congreso de Santa Fe. Le acompañan dieciséis personas. Diego de Alvear y Delfín Huergo van como edecanes . (El primero ha renunciado a la presidencia del Club, siendo reemplazado por Santiago Calzadilla, al que acompañan integrando la mesa directiva, Manuel José Guerrico, Ambrosio del Molino y Emilio Castro). La nave del Director Provisorio es el Countess of Londslaje la que comanda el propio Hotham. Durante el embarque las tropas formadas corean como saludo las palabras “Orden, Libertad, Progreso”.IÑIGO CARRERA, H. J.; “El club del Progreso: De Caseros a la Belle Epoque”, págs. 74 y 75, en la revista “Todo es Historia”, edit. TOR’S S.C.A., Año V, N° 57, Enero de 1972, Bs. As., Arg.
 
 
 
[9] Ver: Eric Hosbawn, "La era del capital", p. 261. Crítica. Gribabo-Mondadori, Buenos Aires. 1998.
 
[10] SEBRELI, Juan José; “El olvido de la razón”, pag. 350, Edit. Sudamericana, 2006,  Bs. As., Arg.-
 
 
 
[11] Robert Castel advierte que el advenimiento de la sociedad salarial estuvo signado por la aspiración de alcanzar el progreso, en toda la complejidad de su organización. “El advenimiento de la sociedad salarial no representará sin embargo el triunfo de la condición obrera. Los trabajadores manuales fueron menos vencidos en una lucha de clases que desbordados por la generalización del salariado. Asalariados “burgueses”, empleados, jefes, miembros de las profesiones intermedias, el sector terciario: la salarización de la sociedad rodea al asalariado obrero y vuelve a subordinarlo, esta vez sin esperanza de que pueda llegar alguna vez a imponer su liderazgo. Si todos o casi todos son asalariados (más del 82 por ciento de la población activa en 1975), la identidad social deberá definirse a partir de la posición que se ocupa en el salariado. Cada uno se compara con los otros, pero también se distingue de ellos; la escala social tiene un número creciente de niveles a los cuales los asalariados ligan sus identidades, subrayando la diferencia con el escalón inferior y aspirando al estrato superior. La condición obrera sigue ocupando la parte inferior de la escala, o poco menos (están también los inmigrantes, semiobreros semibárbaros, los miserables del cuarto mundo). Pero si continuaba el crecimiento, si el Estado seguía ampliando sus servicios y protecciones, todo el que lo mereciera podría también “elevarse”: mejoramiento para todos, progreso social y mayor bienestar. La sociedad salarial parecía arrastrada por un irresistible movimiento de promoción: acumulación de bienes y riquezas, creación de nuevas posiciones y de oportunidades inéditas, ampliación de los derechos y garantías, multiplicación de las seguridades y protecciones”. CASTEL, Robert; “La metamorfosis de la cuestión social”, págs. 326 y 327, Edit. PADOS, Bs. As., Barcelona, México.-
 
 
 
[12] Sostuvo la Corte: “El objetivo preeminente de la Constitución es lograr el bienestar general, es decir, la justicia en su más alta expresión, la justicia social....Tiene categoría constitucional el siguiente principio de hermenéutica jurídica: in dubio pro justitia socialis. Las leyes pues deben ser interpretadas a favor de quienes al serles aplicadas con ese sentido consiguen o tienden a alcanzar el “bienestar”, esto es, las condiciones de vida mediante las cuales es posible a la persona humana desarrollarse conforme a la su excelsa dignidad...” (CSJN, Bercaitz, “Miguel Angel s. Jubilación”, 3 de septiembre de 1974, Fallos 289: 430).  
 
[13] Ver: Cornelius Castoriadis en "La experiencia del movimiento obrero" Vol. I. Cómo Luchar". Tusquets Editor. Barcelona. 1979, p. 38.
 
[14] “La reificación implica la pérdida de significado o, más bien, el significar se convierte en el proceso puramente formal de adecuar los medios a un fin. La destrucción nuclear es el resultado del pensamiento racional. Cuando tal racionalidad lo juzga, nuestro grito aparece como irracional. Y también sostiene defendiendo el sentido dialéctico de marxismo: “El marxismo, como teoría de la lucha, es de manera inevitable una teoría de la incertidumbre. El fetichismo es certeza (falsa), el anti-fetichismo es incertidumbre. El concepto de lucha es inconsistente con cualquier idea de un final feliz de garantizada negación-de-la negación: la única forma en la que puede entenderse la dialéctica es como dialéctica negativa, como negación abierta de la no verdad, como rebelión contra la falta de la libertad.”  Y categoriza la separación del hacer respecto de lo hecho (y su subordinación a lo hecho) establece el reino de la eseidad o de la identidad, sosteniendo que la identidad es, quizás, la expresión más concentrada (y la más desafiante) del fetichismo o reificación y que la ruptura del flujo del hacer priva al hacer de su movimiento. ”HOLLOWAY, John; “Cambiar el mundo sin tomar el poder”, pags. 107 y 150, “Ediciones Herramienta”, 2005, Bs. As., Arg. En lo que nos atañe en este trabajo el progreso fetichizado, se reencuentra como su esencia de medio a partir del principio de progresividad.
 
 
 
[15] Holloway, John; “Cambiar el mundo sin tomar el poder”, pag. 93, “Ediciones Herramienta”, 2005, Bs. As., Arg.-
 
 
 
[16] Feinmann, José Pablo; “La sangre derramada. Ensayo sobre la violencia política”, pag. 281, nota n° 14, Edit. Planeta, 2006, Bs. As., Arg.-
 
[17] Bosoer, Fabián; reportaje a Fernando Vallespín “Hoy tenemos la suerte de carecer de grandes pensadores”, del día domingo 31 de diciembre de 2006, diario “Clarín”, pags. 36 y 37, Bs. As., Arg.-
 
 
 
[18] Ciencia de la lógica, Buenos Aires, Hachette, 1956, T. 1, p. 71.
 
 
 
[19] Ver: John Holloway, en Cambiar el mundo sin tomar el poder. Universidad Autónoma de México, Argentina, tercera edición, 2005.
 
[20] La fractura del hacer es significativa en cuanto a la fundamentación del derecho propia de positivismo, tempranamente cuestionado por Carlos Cossio con su teoría egológica del derecho, que asume a la norma como conducta humana.
 
[21]  Sentencia de la C.S.J.N. del 7 de septiembre del 2004, publicada con nota del autor de este artículo, titulada “El acceso a la jurisdicción en las acciones por infortunios laborales ante el juez natural”, en el diario La Ley del 28 de septiembre del 2004, p. 3 y ss
 
 
 
[22] La Corte lo categoriza como un principio general del derecho. Por nuestra parte advertimos que se trata de  una regla de derecho que limita, ordena y sistematiza al principio del progreso.
 
 
 
[23] Ver: Del autor de este artículo  “Reforma Laboral. Aportes para una teoría general del derecho del trabajo en la crisis”, La Ley, Buenos Aires, 2001. Capítulo 20: “El principio de progresividad y la temporalidad del derecho del trabajo” y Capítulo 21: “La positivización y constitucionalización del principio de progresividad”.
 
[24] DRI, Rubén; “La revolución de las asambleas”, pag.39, Ediciones Diaporías, 2006, Bs. As., Arg.-
 
 
 
[25] Ver de Antonio Negri y Michael Hardt, “Imperio”, Paidos, Buenos Aires primera edición , 2002 y “Multitud. Guerra y democracia en la era del Imperio”, Debate, Buenos Aires, 2004. Rubén Dri, saliéndoles al cruce a Negri y Hardt sostiene: “La multitud a la que apela Negri como la fuerza que ha de terminar con el imperio no es otra cosa que una consecuencia de la dominación imperial. Efectivamente, la dominación imperial fragmenta a los sujetos sociales y políticos capaces de oponerle resistencia. La universal dominación funciona como un universal abstracto que no se dialectiza con los particulares para formar un universal concreto, sino que los fracciona y domina. Negri al apelar a la multitud en lugar del pueblo, hace de necesidad, virtud. La multitud no es una bendición porque no es sujeto. No es poderosa, es impotente, porque es un conjunto de átomos. Se hace poderosa y puede vencer al poder imperial en la medida en que se transforme en sujeto, en pueblo. Al postular la dispersión multitudinaria Negri nos ofrece el pasaporte para la derrota. Buenos Aires, 15 de Mayo de 2002. (Obra citada, p. 36). Ver también: Atilio A. Borón, “Imperio e Imperialismo”, Clacso, Buenos Aires, tercera edición 2002.
 
 
 
Regreso al contenido