255.- Una ley olvidada. - RJCornaglia

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Editorial
Una Ley olvidada.
Por Ricardo J. Cornaglia.

       Feliz día del amigo, hoy, 20 de junio del 2018, a los lectores de La Defensa, les desea el IDEL-FACA por mi intermedio. La Amistad, para los abogados, es un bien difícil de acceder. Quizás por eso nos resulta  tan valioso. Cuando estamos escribiendo este editorial, el programa Shyny Stat, al que puede acceder al pie de esta página, nos indica que en los 20 números publicados hemos superado las 9.700.000 visitas de páginas . Bueno sería que ello sirviera para crear lazos de amistad.
         Va con ese fraterno deseo, este ejercicio de la memoria.
Quienes estudiamos al derecho, cómo a una ciencia social, fundada en las valoraciones éticas de la civilización, solo podemos entender a sus institutos como el producto de un devenir histórico.
Ordenamos nuestro entendimiento, en función de la experiencia y en cada norma vigente, nos es útil encontrar el antecedente y comparar.
La problemática del control de constitucionalidad de la ley 24.577 de Riesgos del Trabajo y sus sucesivas reformas y el irrestricto  acceso a la justicia por la reparaciòn de daños, ante el juez natural, es abordado de continuo en los materiales que hacen llegar los colaboradores a esta revista.  
Como un ejercicio de aproximación al conocimiento de lo temas que involucre ese control, se nos ocurre evocar a la que encontramos como la primer ley de accidentes de trabajo argentina.
Contra lo que se suele enseñar desde las cátedras, la primer ley de accidentes del trabajo argentina, no se trata de la ley 9688, de 1915.[1]
Antecedió a esa norma, la Ley 9085, sancionada el 18 de junio de 1913 (B.O. 17 de junio del 1913). Era una de esas vergonzosas y tardías normas que se sancionan a la apurada cuando la injusticia social se hace patética ante la opinón pública.
El movimiento obrero argentino, en los albores de constituir su primer central sindical de sus organizaciones, el 1 de mayo de 1890, convocó a una huelga general como parte de la lucha por la jornada máxima legal del 8 horas y reclamó la libertad de los mártires de Chicago. Aquellos  que no habían sido colgados y todavía continuaban presos.
El Comité Internacional Obrero, que fue avalado por la multitudinaria asamblea celebrada en el Prado Español,  elevó un petitorio apoyado en 7.432 firmas, a la Cámara de Diputados, reclamado leyes protectoras a la clase obrera. Se requirió la limitación legal de la jornada de trabajo hasta un máximo de 8 horas para los adultos; la prohibición del trabajo a los niños menores de 14 años y reducción de la jornada a 6 horas para los jóvenes de ambos sexos de 14 a 18 años; la abolición del trabajo nocturno, salvo en los ramos de industria que lo hacen indispensable; prohibición del trabajo femenino en las industrias que afecten su organismo; abolición del trabajo nocturno para la mujer y los menores de 18 años, con descanso semanal apropiado; la prohibición de industrias y sistemas que afecten la salud, como así también del trabajo a destajo; la inspección estatal de talleres, fábricas, habitaciones, bebidas y alimentos, el establecimiento de un seguro contra accidentes y la creación de tribunales arbitrales integrados con representación igualitaria de obreros y patrones.
Cuando la delegación obrera trató de presentar el petitorio ante la Mesa de Entrada del Congreso Nacional, el burócrata de turno les informó que la presentación no podía ser aceptada, por falta de un sellado.  La insistencia de la delegación, permitió que finalmente fuera atendida por el Presidente de la Cámara de Diputados, el General Lucio V. Mansilla, quien terminó aceptando recibir el petitorio y giró a la Comisión de Legislación. No hemos podido acceder a despacho alguno de dicha comisión.
Ningún diputado hizo suya la iniciativa. Veintitrés años después y luego de los fracasos de las iniciativas que proyectaron, entre otros, los legisladores Belisario Roldán, Alfredo L. Palacios y Arturo Bas, un accidente y desastre que se produjo en tallleres del Ministerio de Obras públicas, del que resultó muerto el obrero Salomón Villegas y heridos gravemente varios de sus compañeros, pudo más que las resistencias conservadoras y se dictó esa ley de la que facilitamos al lector el texto. Ver el texto….
Es notorio que esa norma abrevó en la ley francesa de accidentes del trabajo de 1898, aceptando el tarifarismo de l.000 salarios para el valor vida, del cual poco se  diferencia los 53 sueldos básicos mensuales para el trabajador de 65 años de la ley 24.557 sancionada en 1995, (vigente con reformas que la mejoran pero no sustancialmente, a partir de un aumento que por lo bajo sigue siendo irrazonable y con el cual se puso coto a la reparación integral del daño causado (con culpa o sin culpa), dando seguridad a los dañantes, con un subsidio de reparación parcial que hace la víctima la que debe soportar los magros costos que ponen seguros a los empleadores en ejercicio de sus actividades lucrativas.
Como entonces, ahora, lo no reparado para los accidentados y sus familias es una puerta abierta a la indigencia.
La ley 9085, fue una norma puntual de resarcimiento a las víctimas de ese siniestro. Pero era al mismo tiempo una norma propia del derecho administrativo laboral, que facultaba al poder administrador (y le ordenaba con timidez), comportarse en forma similar y “entregar” a las víctimas futuras de hechos similares, el monto de la mísera tarifa para el valor vida y baremo para las incapacidades que reconoció.  
Era el ejercicio displicente de un poder soberano.
Para entenderla, debe el intérprete saber que entonces, el fisco, en las contestaciones de demanda, se defendía exigiendo que como paso previo, la víctima tenía que conseguir la venia del Congreso para poder acceder a un juicio de valor y daños, como es el que provoca los infortunios de trabajo. Un artilugio pensado en función de impedir la litigiosidad pensada como industria ilícita.
Hoy, el reclamo ante el juez natural (laboral) de la reparación de daños por prestaciones médicas no otorgadas o por la reparación de daños consumados, nuevamente viene a ser obstaculizado. Pero mediante procedimientos administrativos que comienzan en las Aseguradoras de Riesgos del Trabajo, sociedades anónimas a las que se les delega privatizadas gestiones de derecho social (público en su esencia).
Y que luego obligadamente se prolongan vía recursos ante las Comisiones Médicas de la Superintendencia de Riesgos del Trabajo, órgano del poder administrador, que en la mayor parte de los casos opera en línea y funcionalmente con las aseguradoras privadas y constituye a los médicos que las integran en expertos legos en cuestiones jurídicas.
Ambas burocracias, la pública y la privada (mejor compensada ésta si se tiene en cuenta los balances publicados por las aseguradoras),  se apoyan en el éxito de un sistema estructurado como un negocio privado y no como parte de la salud pública y el ejercicio del poder de policía que persiga las formas de trabajo no decente. Las importantes ganancias que resultan de esta privatización de la seguridad social tercerizada, mientras la situación se prolonga. no se reinvierten en prestaciones de salud precisamente. Los costos que crea la monstruosa burocracia privada de las ART y publica de la SRT incide en los servicios médicos y las reparaciones de daños que se reconocen. En la calidad y cantidad de casos beneficiados. En que las enfermedades alcanzadas por las prestaciones sólo sean un dos por ciento promedio de los últimos diez años, mientras para la O.I.T., constituyen por lo menos un tercio de los infortunios a reconocer en el mundo.
La ley 9085, fue un acto de sinceramiento vergonzoso, provocado por una tragedia que sacudió a la opinión pública. Uno de esos desastres que penetran la coraza de la insensibilidad que caracteriza a las burocracias.
Un modesto paso adelante en una lucha interminable.
Para la segunda década del siglo XX, un paso adelante en la barrera administrativa que se les creaba y un antecedente a tener en cuenta en el presente. Ante los nuevos obstáculos que se les crearon a  los trabajadores, para acceder sin obstáculos ante jueces naturales, especializados en las complejas regulaciones normativas de la materia que deciden.
Esto sucede en un país en el que las normas de seguridad e higiene son continuamente burladas por empleadores, aseguradoras de empleadoras y el poder de policía que debe controlar a unos y otros. Con total impunidad.
Esa olvidada ley nos hace recapacitar sobre nuestra hipocresía, cuando se trata de respetar derechos humanos esenciales de los ciudadanos más débiles y necesitados.
No registramos que el poder  administrador cumpliera con los deberes impuestos en otros infortunios, ni que los jueces fundaran sentencias haciendo cumplir sus disposiciones. Creemos que también sería en vano acudir al Funes borgiano.  
Fué antecedente de la ley 9688, sancionada dos años más tarde, pero no la encontramos mencionada en los debates parlamentarios.
Pudo ser tenida en cuenta por la Corte, en el caso “Monreal de Lara de Hurtado c. La Nación”,  (fallos CSJN T CXXIV, p. 329), cuando en 1916  hizo lugar a la responsabilidad contractual reconociendo el principio de indemnidad del trabajador en los infortunios laborales, imponiendo  como deber de seguridad y garantía de indemnidad. Y  pese que para ello, en ese fallo ejemplar, se consagró como principio general de aplicación e interpretación del derecho al “iura curia novit”, que desde entonces, reconoció al juez, como esclavo de los hechos y constancias de la causa, pero soberano en la aplicación del derecho que a ellos refiere.
Fue una sentencia fundacional en el reconocimiento de que hay formas de responsabilidad por la actividad riesgosa, que no requieren existencia de conducta culposa en el dañante.
Y como si esto fuera poco, como dicen los vendedores ambulantes para convencernos, reconoció que el Estado puede ser sujeto a juicios de reparación de daños de este tipo, (un típico juico de valor), sin necesidad de la venia del Congreso, superando uno de esos vallados infranqueables, que sirvieron y sirven como obstáculo al acceso a la justicia.
Pero en la causa no fue mencionada por el juez federal de primera instancia Manuel B. Anchorena, ni por la Cámara Federal interviniente, ni por la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
Lara de Hurtado, se trataba de un trabajador de Aduanas, fallecido en un accidente acaecido en 1912. Y el silencio, puede encontrar una débil excusa en que a un sector de la doctrina le resulta imposible, aun hoy, admitir la imperatividad  de la norma más favorable a los trabajadores en el tiempo, que sirve al llamado principio de progresividad, como ambas, no dejan de ser nada más que una declinación de la segunda regla de Ulpiano “alterum non laedere”, deber de no dañar.
Hoy, existe un seguro obligatorio para los accidentes, como lo reclamaba el movimiento obrero al Congreso ese lo. de mayo de 1890. Pero no se trata nada más que un negocio privado, gestionado por un grupo oligopólico de financieras, que va siendo cooptado por la industria de la medicina privada, y que no funciona con las pautas que la Constitución Nacional ordena operativizar en su art. 14 bis : “… la ley establecerá: el seguro social obligatorio, que estará a cargo de entidades nacionales o provinciales con autonomía financiera y económica, administradas por los interesados con participación del Estado…. “.
Se trata nada más que el ejercicio de un negocio que cuando resulta incumplido, por que el seguro no repara o repara insuficientemente, consigue discriminatoriamente que a ciertos ciudadanos se les obstaculice diabólicamente la defensa irrestricta e incondicionada, ante sus jueces naturales, en un sumario y simple debido proceso judicial sustantivo, propio de un juicio de valor.   

[1] No la menciona Juan D..Pozzo, en su “Accidentes del Trabajo”, publicado en 1939, ni Guillermo Cabanellas en “Derechos de los riesgos del trabajo”, publicada en 1968, ni lo hace Mariano R. Tissembaum, en su “Los riesgos del Trabajo industrial”, editado en 1938 para citar a los clásicos en la materia. Tampoco recuerdo a otro autor que la comentara, lo que mi incluye en los libros en que traté el tema.
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