Defensas
poco creíbles.
1.- El
caso “Bellinato”.
Por
Ricardo J. Cornaglia.
Quilmes, noviembre del 2020.
Para motivar a amigos y curiosos, a
acompañarme en un curso abierto, gratuito, on line, que impulsé como un
trabajo de extensión, del Instituto de Derecho Social de la Facultad de
Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata, relaté
una defensa que asumí, cuando recién me había recibido (1963), con escasa
experiencia profesional, pero sobrado entusiasmo. Se trata del caso
“Bellinato”.
Fue una simple referencia a una experiencia profesional y prometí que
más adelante lo narraría con mayor detalle.
Este curso sobre “Constitucionalismo Social”, por el que se interesaron más
de 250 contactos, fue confundido por estos como un libre foro de discusión por
facebook del tema.
Se propuso un abordaje guiado del estudio de esa materia, a partir de un
método adoptado por este viejo profesor, que aprovechaba para ordenar sus ideas
y estudiaba para enseñar.
Era el año 2019 y a poco abandoné el intento. Los contactos jugaban con
la idea, pero no estaban dispuestos a transpirar para aprender. Las lecturas
recomendadas no provocaban devoluciones o mínimos comentarios. Las
investigaciones de temas eran seguidas por un silencio sepulcral y a los 80
años me dije, el Facebook me supera. Los debates que provoca no son los de una
investigación propia de las ciencias sociales. Refieren a un desparramo
testimonial del narcisismo, pecado que cargo sobre la conciencia y con el cual
tengo tanto que luchar que no me queda tiempo para bregar contra él por la
conducta de los otros.
Seguí en consecuencia por mi cuenta las divagaciones con las que trato
de esclarecer la relación que guardan el poder, el derecho y la libertad, en
las relaciones humanas. Los interrogantes me superan, pero como esos conceptos
me siguen hondamente motivando, es importante a mi edad, que la fuerza de la
inercia no me abandone. Otras fuerzas van menguando.
Del curso solo quedaron algunos comentarios emotivos que ese relato
provocó.
Por eso vuelvo al caso, aunque ya sin esperanza de interlocutores.
Quizás sólo sea el intento de rejuvenecer, remedando sin aislamiento, ni
pandemia, el tomar un café, entre audiencia y audiencia, intercambiando
historias poco creíbles, que vinculan a los abogados cuando integramos la
bandada de cuervos.
Pasemos a semblantear al actor.
Luigi Bellinato, era italiano y había luchado en la segunda guerra
mundial, quedando con graves secuelas psicológicas traumáticas de esa
experiencia.
Terminada la contienda, en la que Italia jugó tan triste y paródico
papel de pretensiones imperiales sin retorno, emigró a la Argentina, formando
parte de otra de esas oleadas de vencidos con hambre, ilusionados por eso de
“... y para todos los hombres del mundo que quiera habitar….”
En nuestro país, para poder habitar, tenía que comer, por lo que entró a
trabajar, en los para entonces, talleres metalúrgicos de Siam Di Tella. La
empresa, había llegado a ser la fábrica metalúrgica más importante de América
latina. El impulso se lo había dado Torcuato Di Tella, y de las heladeras se
pasó a las motonetas y de ésta a los automóviles y la zaga siderúrgica hubiese
seguido, pero a la muerte de Torcuato padre, en 1948, sus herederos y parientes
se hicieron cargo de la administración, sin la habilidad y la suerte del
anterior. O quizás, sin poder vivir tiempos favorables para un crecer vigoroso
de una burguesía industrial nacional, cargada de pretensiones superiores a las
medidas de sus capacidades.
Cuando Bellinato, se incorporó al colectivo de trabajo, los nubarrones
comenzaban a amenazar a la gran fábrica, que comenzó un recorrido al fracaso. Era
un mecánico relojero y se lo puso a cargo del mantenimiento de los ficheros
para marcar el ingreso y egreso del personal en una tarjeta de cartón en la que
quedaban las huellas de las asistencias, llegadas tardes y las horas extras.
Mantener esos aparatos mecánicos colocados en la portería, no era una tarea que
creara demasiada simpatía.
Reconcentrado, ensimismado y parco. Muy aplicado en su trabajo, era estricto
en la relación con sus compañeros y superiores. Tenía rasgos de personalidad
paranoica, con firmes códigos de conducta, moldeados en una vida, en la que la
segunda guerra mundial, había dejado huellas.
Su existencia transcurrió sin altibajos, cumpliendo estrictamente con
sus labores, sin confraternizar demasiado con sus compañeros, muchos de ellos
criollos burlones con los gringos. Esto llevó a la confusión a sus superiores
inmediatos, que pasaron a considerarlo hombre de confianza para la empresa. Es
decir, dispuesto a cualquier fregado.
Un día como otros, sin prolegómenos, fue citado a comparecer a la
Dirección de Personal de la Empresa y en ella, el encargado le comunicó que la
patronal lo había ofrecido como testigo y debía comparecer a la audiencia de
vista de causa en un juicio por despido, que se estaba llevando a cabo en
los Tribunales de Avellaneda. Le dio una breve nota mecanografiada, con lo que
debía declarar, la dirección y la hora a la que debía acudir y le explicó que
se le abonaría el jornal y que no podía excusarse por cuanto su deber de
comparecer era una carga pública.
Bellinato acudió a la audiencia oral de vista de causa. Constituido el
Tribunal, se lo interrogó por las generales de la ley, declaró que no conocía
al actor, reconoció ser trabajador dependiente de la empresa, juró decir la
verdad siendo apercibido de poder ser procesado penalmente si cometía falso
testimonio y preguntado por los jueces, declaró que estaba allí cumpliendo
órdenes y porque se le había dado el texto de lo que tenía que declarar en la
nota que entregó a los magistrados. Repreguntado, aclaró que no conocía al
autor. Ignoro si lo hizo por solidaridad con el compañero, temor reverencial a
la justicia o por otra causa o todas ellas juntas.
Lo cierto es que lo hizo. La demanda prosperó y el caso llegó a ser
comentado en un diario de Avellaneda, ya no me acuerdo si era la Unión o La
Libertad.
La empresa pasó a hostigarlo. No lo despidió. Se le cambiaba
arbitrariamente los horarios y condiciones de trabajo, se le aplicaron
sanciones disciplinarias, sin razones válidas. Se sintió perseguido. Comenzó a
tener insomnio, síntomas de depresión y angustia.
Su hermana, que era monja, preocupada por su estado y en conocimiento de
lo que le estaba pasando, acudió al obispo de Avellaneda, y con su intervención
consiguió una entrevista con el presidente del directorio de la patronal.
La empresa era para entonces una de las más grandes industrias
metalúrgicas de latino américa y la entrevista duró pocos minutos. El ejecutivo
tenía demasiados problemas que encarar y tuvo la inocencia o sinceridad, de
reconocer a la atribulada monja, que para él “los obreros eran números”. Sólo
se dio por enterado de ese problema y no llegó a prometer nada. Estaba ocupado
por cuestiones más importantes. En verdad, la empresa ya estaba inmersa en una
crisis económica, que terminó tiempo después en su quiebra.
Cuando la hermana dio cuenta de su gestión a Bellinato, éste
reconcentrado y parco, la tranquilizó y le dijo que no se preocupara más y que
él encargaría del problema.
Volvió a la fábrica, portando un pistola parabellum (una luger),
irrumpió en el despacho del CEO sin pedir permiso y sin mayores explicaciones,
lo ultimó de un disparo en la cabeza. Salió del despacho, entró en la oficina
contigua, que era la del segundo en jerarquía y con otro disparo en la
cabeza, lo dejó desangrado, creyéndolo muerto, (el ejecutivo sobrevivió, aunque
con una mandíbula de platino y gracias a una providencial operación).
Bellinato, siguió recorriendo oficinas contiguas y llegó a la del
gerente de planta. Lo encañonó y éste, aterrorizado, balbuceó: - “Bellinato,
tenemos que arreglar esto”. Ante su sorpresa contestó: “Y yo cómo arreglo a los
dos fiambres que tengo afuera.”
El terror del gerente lo dejó mudo. Y esto no es una metáfora literaria.
El hombre padeció una afasia que se prolongó por varios días. La mudez, no le
impidió oír al homicida que le aclaró:
“A usted, lo dejo vivo para que cuente que los obreros no somos
números”.
Después se retiró del establecimiento y portando el arma, se entregó mansamente
a la policía en la comisaría cercana.
Bellinato en su juicio penal, inicialmente fue asistido por el defensor
oficial y la causa procesada por el mejor juez penal que llegué a conocer y que
se trataba de Omar Ozafrain. Como perito psiquiatra oficial, actuó uno de los
padres de la psiquiatría argentina, el doctor Ramón Melgar y como perito de la
parte querellante, un ex decano de la Facultad de Medicina.
El procesado fue declarado inimputable y recluido en el pabellón de
procesados del Hospital Borda y luego de varios años trasladado al Melchor
Romero.
Llevaba años recluido cuando me hice cargo de la defensa, por pedir que
la asumiera un compañero de los primeros cursos de la escuela secundaria.
Mi cofrade fue procesado cuando en un ataque de esquizofrenia juvenil
cometió un intento frustrado de robo (hacerse de una valiosa colección de
numismática, propiedad de un conocido senador y caudilo del conservadorismo de
la Provincia de Buenos Aires). A raíz de ese intento, apareció por mi casa
visiblemente alterado, el mismo día del hecho, sabiendo que estaba terminando
la carrera de abogacía y buscando apoyo. Le di albergue, tras dos días de
tribulaciones, convencido de que lo más sabio era entregarse, conseguimos que
un abogado se hiciera cargo de su defensa. Declarado inimputable, resultó
internado en el Hospital Borda. Allí su atribulada existencia se cruzó con la
de Belinato.
Cuando después de un año, mi ex
compañero salió en libertad, ya me había recibido de abogado. Me visitó para
agradecer las gestiones que había llevado a cabo en su beneficio y cuando le
pregunté cómo había sido esa dolorosa experiencia, me dijo, que había
sobrevivido a ella gracias a otro recluso veterano y solidario, Luigi
Bellinato, quien lo tomó bajo su protección y guarda. Lo obligaba a levantarse
a las cinco de la mañana, darse una ducha con agua fría, hacer ejercicio y
jugar con una pelota al frontón y con la mano contra uno de los paredones del
nosocomio. Le enseñó cómo no desesperar, cuando todo empuja a abandonarse. Se
sentía con una deuda que saldar y me pintó el dramático cuadro de la
supervivencia por la que pasaba ese obrero italiano de tan sufrida existencia.
Sabiéndome capaz de hacer gauchadas, me pidió que intentara lo que estaba a mi
alcance.
La defensa me sedujo. A los abogados en su trabajo, las causas perdidas,
les atrae. Estudié la causa y acepté hacerme cargo de la defensa.
El doctor Melgar, difícil de rebatir, revisó al procesado, actualizó su
informe y dictaminó que su peligrosidad, había cesado. La enconada resistencia
de la parte querellante no prosperó y el doctor Omar Ozafrain, le concedió la
libertad.
Cuando el liberado, con su protegido (mi ex compañero de secundaria),
me visitaron en el estudio que tenía en Bernal, luego de agradecer los
servicios, confirmaron que nada pretendí cobrar por ellos.
Bueno es admitir que ni Bellinato, ni mi compañero contaban con
recursos.
Bellinato me sometió a un largo interrogatorio inquisitorial, no
entendía del todo mis razones, propias de un amateurismo. Desconfiaba de ellas.
Tuve que explicarle antes de ser abogado había sido como otro asalariado. Que
desde muy pibe había conocido el trabajo changueando y a los catorce años, en
el año 1954, tramité la libreta de trabajo para menores en el Ministerio y había
entrado a trabajar en La Bernalesa, cuando esta fábrica textil tenía 3.800
empleados y conociendo esa realidad, su conducta había implicado para mí una
compleja verdad que me estremecía.
Los obreros no eran números, pero eran tratados como tales.
Además, mi compañero de estudios, me había explicado que estaba vivo
después de pasar por el pabellón de procesados del Borda, considerando que
había superado el trance gracias a su ayuda.
Y quien ayuda debe ser ayudado.
Hasta ahí todo más o menos bien, según la perspectiva desde que se lo
observe. Y narrado, sin un solo documento que me ayude a respaldarlo. La
carpeta de Bellinato, la perdí o quemé, con otras que correspondían a causas
penales, porque en los años 70 del siglo pasado, seguí enfermizamente
ejerciendo defensas penales por causas sociales y milité como abogado apoyando
al a CGT de los Argentinos y la Gremial de Abogados. Fui de los pocos que
guardamos memoria de defensas en el Camarón y lo prudente era entonces mudarse
seguido y no guardar pruebas que a uno lo comprometieran más allá de lo
prudente. Deberá el lector confiar en que mi memoria será fiel a las lecturas
de las actuaciones en la causa y las conversaciones con mi defendido y amigo.
Pero la historia no terminó todavía.
A los pocos días, el amigo de Bellinato me contó, que éste fue visitado
por el jefe de vigilancia en su domicilio y advertido, mostrándole al descuido
una ametralladora Pam, que si pisaba la vereda de su ex fábrica, saldría como
un colador.
Me contagió su pánico. ¿El brote se repetiría? ¿Cómo tomaba Bellinato
ese hostigamiento laboral post despido?
Por suerte, el doctor Ramón Melgar tenía razón y la peligrosidad había
cesado.
Tras algunas gestiones, con la empresa, mi ex compañero de secundaria,
improvisado mediador, más hábil que yo, consiguió que ésta pagara el pasaje a
Italia y Bellinato, tomó distancia, pudo volver a Italia y gestionar su pensión
de ex combatiente de la segunda guerra.
Ha pasado más de medio siglo de entonces. Ahora, encerrado por la
pandemia, trabajando y enseñando solo a distancia, se me ocurre subir como un
folletín algunos de los episodios de mi vida, de los que solo quedan vestigios
en mi memoria.
No sé si estos recuerdos, sirven para enseñar el Constitucionalismo
Social, pero me explican por qué me sigue ocupando y manteniendo vivo, la
cuestión irresuelta que lo motiva. Claro que la visión que del mismo guardo a
veces se tiñe de entusiasmo y en otras ocasiones de escepticismo.
Trataré de seguir subiendo a mi blog esos folletines, que merecen ser
constatados, porque cercana la hora de partir, se están esfumando como si no
hubieran existido. ¿Tienen que ver con la enseñanza del derecho? ¿Forman parte
de mis experiencias políticas?
Puede que me atreva a recordar el trato personal que mantuve con Arturo
Sampay, (el lúcido informante de los constituyentes del peronismo en 1949), era
uno de los vicepresidentes Movimiento de Defensa del Patrimonio Nacional (MODEPANA),
en el que milité contra una dictadura militar, el informante de la Constitución
de 1949 y con Crisólogo Larralde, el presidente de la Unión Cívica Radical del
Pueblo para 1957, autor real, no reconocido, del proyecto que terminó siendo el
vigente artículo 14 bis, a partir de la reforma de ese año. ¿Los separaba
alguna grieta? ¿Algo los unía? Para mí siguen presentes e inquietantes.
Actuales. ¿Le interesará a alguien?