LA BRUMA DE LAS CALLES DE LA BOCA LLEGANDO A BERNAL OESTE.
Para Ludovico Pérez, un pintor que lo entenderá y a mi nieto Gregorio.
Don José era uno de esos personajes extraños, con que Bernal Oeste nos asombraba a los chicos que en la década que comenzó en 1940, comenzábamos a vislumbrar una existencia que pugnaba por quebrar la monótona cotidianeidad proletaria.
Vivía de changas como electricista y como tal tenía fama de chanta. Pocos se atrevían a encargarle algo más que cambiar un portalámparas. Era estentóreo, grande y coloradote. Venía de La Boca y había aterrizado en un barrio de calles de tierra, con casas siempre en construcción, hechas por sus dueños como podían, sobre terrenos loteados no hacía mucho.
En las zanjas todavía alcanzaban a supervivir las anguilas y las ranas y en los árboles de las veredas y los fondos, anidaban pájaros que llegaban de los bañados y campos cercanos al río, cruzando Don Bosco y las vías.
Para los criollos, que eran parte de la barriada, don José cargaba con un lastre, de merecer el mote de farabute. Su estampa de italiano del norte, imponente, y su hablar a los gritos, lo ayudaba a merecer el calificativo.
Macaneaba a lo lindo y en tal medida, que nos dejaba a todos con la boca abierta, porque su imaginación no tenía parangones. Sus macaneos formaban parte de la memoria histórica del barrio. Como farabute era un cosa seria, lo que le hacía compensar puntos decaídos como electricista, en lo que no se lucía pero era la forma en que changueando, podía ayudar a llenar la hoya y de paso, disimular la pasión que le ocupaba las horas.
No mentía para sacar provecho. Imaginaba y vivía sus cuentos en un mundo propio, al que sabíamos no teníamos como seguirlo, pero al que nos dejaba asomar para espiarlo.
La prueba palpable de lo extraordinario de ése, su mundo, eran sus cuadros. Porque don José Desiderio Roso, era pintor y en sus cuadros se le escapaba el alma. Y como siempre sucede, los buenos artistas conmueven profundamente a los humildes. Y ese sacudimiento hacía que la burla sólo fuera solapada y con algo de temor a ser injustos, con alguien que andaba rondando lo insondable y misterioso del arte.
Aunque ya no vivía en ella, en los años 40, don José seguía pintando a la Boca, de la cual había escapado. Sus grises, los que saben dicen, que fueron la más genuina expresión de una atmósfera mágica.
Conservo uno en mi casa, regalo preciado que hiciera a mis padres, que me demuestra que el espíritu de un lugar, en un momento dado, puede perdurar mucho más en una imagen, que en la nostálgica memoria de un pueblo. O quizás, que las memorias de los pueblos se refugian en las formas del arte.
Vivíamos en humildes casas, de fondos casi pegados, en un corazón de manzana que no conocía de límites bien marcados. Encajonado en Bernal Oeste, entre las calles General Viejo Bueno, Misiones, Dardo Rocha y Montevideo, entre la Cañada y La Loma, con frentes respectivos a las dos primeras, de tierra, con zanjas con morenitas y anguilas, que supervivían en el barro dando sus últimos coletazos, porque el progreso les llegaba cargado de purulencia.
Mi padre, que era escritor, bohemio como Rosso, entabló con él una amistad entrañable, especialmente compartida con otro pintor, que tenía alma de maestro, don Juan Correa.
Entre ellos fundaron El Techo, una agrupación que promovía la plástica, que en la jerga de los agrupados significaba el dibujo, la pintura, el grabado y la escultura.
Nunca tuve en claro, porqué los plásticos aceptaban el liderazgo natural de un escritor, periodista mal pago y en los ratos libres vendedor de libros como el Tesoro de la Juventud. Quizás fue por su capacidad de limar asperezas y soportar la competencia narcisista de esos empedernidos bohemios, que venían a competir en casa, desde Avellaneda, Quilmes, que para entonces incluía a Berazategui y Florencio Varela.
La agrupación organizaba concursos de manchas por las calles del gran Buenos Aires y llevaba a cabo exposiciones. Algunas se hicieron en el Club Bernal Oeste, lo que implicó un desafío profundo en una sociedad signada por los valores desprendidos del fútbol como hecho cultural de patas cortas. Otras muestras, se hicieron en el Club Alsina y el Ateneo de los Cerveceros, más céntricos en un Quilmes de escasas pretensiones y tímidos devaneos.
La agrupación se reunía poco en forma orgánica. Y mucho en cualquier momento. Siempre faltaba tiempo para discutir arte. Tema inabarcable e inacabable. La sede para las reuniones era la primera pieza de nuestra casa, tipo chorizo, que servía de lugar y escritorio de trabajo de mi padre y su desordenada biblioteca.
La pieza, tenía las medidas de un cubo, cinco metros de alto, ancho y largo. Me servía de dormitorio y al mismo tiempo, era el salón permanente de exposición de los pintores del grupo. En sus altísimas paredes exponían sus obras recientes. Las dejaban por meses, en ocasiones se las olvidaban para siempre y en otras, venían apurados a retirarlas, descolgándolas de largos piolines que pendían de una varilla que había sido colocada a medio metro del techo, con el auxilio de Rosso montado en su alta escalera, contando una disparatada historia de los impresionistas y sus hambrunas.
Cuando el cuadro salía de esa exposición permanente, había sido ya destrozado por la crítica implacable de los colegas “plásticos”, puestos a analizar los trabajos de otros, que podían ejercer una crueldad apabullante. Solía dormirme entre esas disputas diletantes, interminables, que mi padre permitía y ahora creo que fomentaba con su tolerancia.
En ese ambiente, los enfrentamientos entre Rosso y Correa eran permanentes. Una cosa permitía que la situación no llegara a mayores. Era el respeto y el cariño que sentían por mi padre, que tenía que hacer maravillas para que esa precaria relación contenida, perdurara a favor de los tres y de todos los demás componentes de El Techo.
. Las diferencias entre los dos pintores, eran de temperamento y personalidad. Correa era paraguayo, criollo duro y policía bravo retirado. Allá por los 20, había egresado de la Escuela Nacional de Bellas Artes, que no se especializaba en dejar hacer carrera artística a los policías paraguayos.
Conservo una nota de Caras y Caretas, en la que aparece de uniforme, con quepis prusiano, en el brazo izquierdo, firme, al lado de un cuadro expuesto en el Museo Nacional, que es una cabeza de caballo, enigmática.
Creo que Correa, en lo insondable de su alma criolla, paraguaya, no podía justificar que un temperamento como el de don José, pariera esos grises misteriosos y mágicos. Don Juan era un buen pintor y por sobre todo, un maestro de pintores. Había creado, sostenido y dirigido en esa época, la Escuela del Ateneo de los Obreros Cerveceros, por la que pasaron varias generaciones de plásticos notables. Creo, también, que le tenía a don José una sana envidia, porque comencé a intuir que ese colectivo de bohemios, que se burlaba de sus dislates, sabía que tenía la suerte de estar tratando con un alma dotada por una sensibilidad extraordinaria, capaz de sublimar la bruma.
Seis décadas largas más tarde, esa bruma etérea sigue compitiendo en las paredes de mi casa, con gruesas pinceladas del óleo que retrató un caballo, como testimonio de una época que marcara mi vida.
Dos cuadros me evocan a tres hombres, que jugaban sus vidas, compitiendo por una trascendencia artística que los unió.
Ricardo J. Cornaglia
Fotografía: Agrupación El Techo. (de izquierda a derecha) José Desidero Rosso, Juan Correa, Federico Cordo, Pedro Copes, Norberto García, Ángel A. Ottonello, Juan J. Cornaglia, Virgilio Vallini (en cuclillas) y su hijo.