Semblanza de mi padre.
Mi padre, conocido literariamente como Juan José Cornaglia, era un periodista bohemio, que no estuvo sujeto a los lazos de la relación de dependencia de un trabajo asalariado.
Su nombre, era Juan Gregorio Cornaglia. Cambió Gregorio por José, un apelativo que recogió el nombre de mi abuelo paterno. Me indica el renombrarse, una señal de afecto y respeto a la hora de creer que se estaba haciendo así mismo.
Juan, así lo seguiré llamando, como interpelando a un amigo ausente, poco a poco fue dejando el periodismo y apostó todo a ser escritor. A lo que significó para él la gloria de ser escritor y con un estilo propio. Consideraba a éste un artista y al periodista, un profesional del escribir.
Sus aspiraciones y vocación, lo hicieron indiferente a los problemas del cómo ganarse el sustento. Creía que cuando un escritor no se rebelaba contra las leyes del mercado, se envilecía y degradaba.
Como la mayor parte de los amigos que frecuentó, creyó que el arte era lo que impulsaba su existencia y con coherencia vivió conforme a sus sueños. Corriendo tras la esquiva inspiración, no perdía el tiempo en menudencias y cuando sin resignarse, se enredaba en ellas, era porque ya nos faltaba en casa, lo más imprescindible. Para ello tenía que bajar de su Olimpo. Ese desplazamiento hacia las miserabilidades cotidianas trata de evitar, porque se sentía urgido por una misión que se había asignado y para la que sentía urgido porque el tiempo de su vida estaba contado. Su esposa, mi madre, Carmen, cargó con las consecuencias, no sin que la situación objetiva de la pobreza, en ese hogar de tres, dejara marcas. Durante mi infancia, tomé partido por ella, admirando más sus horas sobre la maquina de coser, sus peripecias para pagar alquileres, hipotecas y el almacenero con libreta atrasada.
Creí desde muy chico que entendía todo y como es lógico solo podía entender, como ahora mismo, solo parte de esa cuestión casi insondable que es una familia y los complejos lazos que crea. Si me guío por Sócrates, debo decir en esta materia especialmente, y en muchas otras que me importan, sólo sé, que sé poco, lo que es más que nada, pero no equivale a la certeza de la verdad. Esto por no querer conformarme con la glosa platoniana sin digerir.
Juan, atento a sus orígenes y las condiciones en las que tuvo que formarse, tuvo una sorprendente trayectoria.
Los restos que conservo de su libreta de enrolamiento, indican que nació el 25 de febrero de 1899 y que era hijo de José Cornaglia y Ángela Pinese. Aunque él me contó que había nacido para octubre de 1898, sin poder precisar el día, siendo inscripto meses después en el registro civil en Colonia Santa Lucía (“Cordoba”, sin acento en el documento).
Mi abuelo paterno, José, un típico lombardo, había llegado de muy niño al país. Acriollado, resultó buen mecánico. Pudo tener su trilladora empujada a caballos, dedicarse a las cosechas, reclutando paisanos y linyeras para ello y viviendo fuera del hogar en campamentos improvisados, embolsando trigo. Con el tiempo contar con su tractor a motor y de eso, pasó a la mecánica y venta de tractores, camiones y los Ford T, modelo que se fabricó hasta 1927, para terminar siendo cambiado por el Ford A.
Mis abuelos paternos tuvieron once hijos, diez varones y una mujer. Tres murieron a poco de nacer. Superaron la pubertad siete varones, por este orden de edad: Enrique, Juan, Ricardo, José, Arturo, Miguel y Víctor.
Era un clan diezmado, sobre el que mi abuela Angela, de origen genovés, tejía y destejía intrigas, con ansias de poder insatisfecho. Sin buscar el afecto de nadie de su parentela y menos sus nueras o sus nietos. Cargaba la sospecha de sus hijos, que le temían, de haber sido la causante con su conducta maternal, del suicidio de la única mujer de los once hermanos, cuando tenía quince años.
Era una de esos hechos que en la familia se hablan en susurros, pero sospecho ahora que influyó en la conducta de todos. En los lazos que nos unen y desunen, en los vínculos de amor-odio, que van moldeando la personalidad.
En esto que escribo me veo saldando cuentas familiares. Honrando deudas ajenas. Encontrando razones a carencias afectivas. Anheladas.
Volviendo a Juan. Sólo pudo cursar hasta segundo grado de la escuela primaria, porque hasta allí se enseñaba en el medio rural en el que creció.
Fue un autodidacta. Un lector obsesivo y un enamorado de la escritura. Elocuente en el hablar y el escribir. Charlista y narrador. Siempre evocando los recuerdos de su niñez y juventud. Llegó a ser un intelectual en el sentido más estricto, es decir, quien vive para cultivar su intelecto. La vida no se lo hizo fácil.
Criado a campo, se enamoró del paisaje y su gente, evocó hasta su muerte la vida rural.
Anclado en Bernal Oeste, barrio en el que las industrias pululaban, necesitaba periódicamente, juntarse con la tierra, su tierra. Desde muy niño, me llevaba a caminar por la Cañada, paraje en el que las calles de mi barrio de casas obreras, perdían su trazado y se hacían pampa, respirando aire puro, oteando calandrias, pechos amarillos, zorsales y jilgueros y me hacía compartir su embeleso, ante un trino.
En otras ocasiones, tomábamos un colectivo hasta la terminal de Florencio Varela y seguíamos caminando por calles de tierra, rumbo al descampado, tratando de transmitirme su amor a lo criollo. Setenta y largos años después, permanecen en mi memoria sus explicaciones sobre el mangrullo, con palitos, que bajo un ombú añoso, simuló tratando de ilustrar, como se avistaba el horizonte, ante el temor del malón. No había vivido esas experiencias, pero formaban parte del legado imaginario oral que atesoró y que pretendió dejarme, mientras indagaba, a su manera, sobre las diferencias de las sierras y la pampa.
Debió ser un joven despierto y emprendedor. Cuando se enroló, el 10 de mayo de 1917, vivía en el departamento de Marcos Juárez, en Liniers, Isla Verde y el enrolador consignó que no sabía nadar, pero sabía andar a caballo, dirigir automóviles, andar en bicicleta, leer y escribir y como profesión tenía la de Auxiliar de Escritorio. Así figura en los restos de esa libreta.
Por lo visto tiraba bien con mauser, puesto que su servicio militar en Campo de Mayo, solo duró tres meses, por haber cumplido con las condiciones de tiro, lo que lo habilitó para el caso.
En una de sus novelas, "El gran portal", que iré publicando, por capítulo, intercalada y para dialogar mi propia historia de vida con la suya, cuenta ese episodio, que antes de leer, le escuché. Narró que a los veinte años se había hecho un fumador empedernido y tirando a 300 metros, daba en el blanco pero con bajo puntaje. El oficial de su compañía, lo miró mal y le dijo que tenía que hacer quedar bien al cuerpo. Encarador, pidió permiso, se lo dieron, prendió un pucho y con dos chupadas previas, hizo las banderas que faltaban, para poder cumplir con las condiciones. Eso le permitió, retornar a su pago, habiendo hecho de la conscripción, una breve excursión para conocer la ciudad de Buenos Aires, paseando de franco.
Aquí interrumpo esta semblanza, para invitar al lector seguir, con la misma y en paralelo, con mis experiencas, en forma de folletín. Un género literario pasado de moda, que Juan cultivó y Alejandro Dumas también, aprovechando que por medio de internet y por suerte sin las urgencias económicas que ellos padecieron, me servirá para dar a conocer una obra, con la que se estaba despidiendo de la vida en el año 1967, a la que no puedo juzgar con objetividad, pero a la que trató de aferrarse. En este folletín ampliado, iré intercalando los capítulos de "El gran portal", con mis propias remembranzas e historia de vida. Será un diálogo que tengo pendiente, una forma de rendir cuentas, en un contrapunto entre una novela que encubre una autobiografía y unos recuerdos que a los 81 años, se van haciendo cada vez más difusos y quiero dejar registrados. Aunque más no fuera, para que mis hijos y mis nietos sepan de que familia provienen. Sigue en forma de folletín (ver la portada).